martes, 6 de abril de 2010

María de Médicis.

m_medicis
Nacida en Florencia en 1573, María de Médicis era hija del gran-duque Francisco I de Toscana y de la archiduquesa Juana de Austria (su 1ª esposa). Rica princesa casadera italiana, fue su tío el cardenal Fernando de Médicis, a la sazón legado del Papa, quien la propuso entre las tantas candidatas que se barajaban para el recién divorciado rey Enrique IV de Francia, desde su anulación matrimonial con Margarita de Francia en 1599.
Huelga decir que las negociaciones fueron duras y no exentas de tensiones entre Florencia y París; mientras los diplomáticos franceses entablaban las conversaciones con los representantes de los grandes-duques toscanos, Enrique IV andaba con la idea de convertir a su favorita en su próxima esposa. Gabrielle d'Estrées, la amante oficial en cuestión, ya había parido unos cuantos retoños reales que el rey quiso legitimar otorgándoles el apellido Borbón y derechos sucesorios a la Corona si viniera a faltar. En consecuencia, se abrió una crisis entre el monarca y sus ministros, que acogieron las legitimaciones con gran frialdad e indignación, alzando la voz el principal de todos ellos, el duque de Sully, que intentaba convencer al rey de no cometer semejante tontería más teniendo en cuenta que los súbditos franceses eran reacios a cualquier idea de poner a una puta del rey en el trono.
Los Médicis hicieron la oferta aún más tentadora con una más que sustanciosa dote si Enrique IV aceptaba tomar la mano de la princesa María. Quedaba, además, una notable deuda pendiente que Francia había contraído en esos tiempos aciagos de la guerra civil y religiosa, con el gran-duque de Toscana. La oferta toscana era inmejorable: los Médicis ofrecían el mejor medio para liquidar esa deuda con parte de la sustanciosa dote de la princesa. Pero el asunto amenazaba con no llegar a buen puerto mientras estuviera de por medio la favorita real Gabrielle d'Estrées, y las conversaciones adquirieron un tono desagradable entre las dos cancillerías:-¿Cuando llegará vuestra gorda banquera?- preguntaba la favorita al rey, con tono altivo.-Cuando haya echado a todas las putas de palacio! -respondía el rey hastiado.
Gracias a una comida en casa del banquero italiano Zamet, a la cual fue invitada la bella Grabrielle d'Estrées, se produjo el fatal desenlace que liberó al rey Enrique IV de su promesa infantil de casarse con ella si le daba otro hijo varón. Muerta la rival, probablemente envenenada por una naranja y a instancias del clan Médicis, se allanaba el camino de la princesa María para convertirse en la 2ª esposa del monarca galo. Las últimas discusiones giraron en torno a la sustanciosa dote de la italiana, reclamando los embajadores galos más dinero y cerrando el trato con varios millones a su favor. Claro está, Francia se comprometió con Florencia a restar de esa fabulosa dote, la suma de la cual era deudora con las arcas florentinas, lo que equivalía a no pagar nada.
En diciembre de 1600, tras un penoso viaje bajo todo tipo de inclemencias meteorológicas, la princesa María de Médicis llegó a las puertas de la ciudad francesa de Lyon, donde la esperaban la corte y el rey Enrique IV. La boda religiosa se celebró el 17 del mismo mes, en la catedral de San Juan de Lyon: Enrique IV contaba entonces 47 primaveras y la novia 27. El matrimonio se consumó la misma noche. El monarca encontró a su nueva mujer demasiado recatada, rolliza y poco inteligente. Mayores disgustos vendrían después. En cualquier caso, María de Médicis fue puesta frente a lo que le esperaba en la corte: la perpetúa presencia de la nueva favorita real, marquesa de Verneuil. Ni corto ni perezoso, Enrique IV las presentó y, ante la tibieza de la marquesa de Verneuil para hacer la conveniente reverencia ante la reina, éste la doblegó con una sola mano en su hombro hasta ponerla de rodillas. Ni qué decir que aquella escena resultó harto humillante para María de Médicis.
A principios del año 1601, los reyes hacían su entrada oficial en París. Instalada de noche en el palacio del Louvre, María de Médicis tuvo la sensación de ser objeto de alguna broma de mal gusto al descubrir sus nuevos aposentos en penumbra, con escasos muebles ajados y polvorientos. Nada que ver con la esplendidez de la corte florentina. Pero la reina no tardó en ponerse manos a la obra en su misión de dar descendencia al rey: el 27 de septiembre de 1601, paría en el real sitio de Fontainebleau a su primer hijo, el Delfín Luis (futuro Luis XIII). Tras el tan esperado heredero del trono, siguieron Elisabeth, futura reina de España, Christine, futura duquesa de Saboya, Nicolás, duque de Orléans, Gaston, duque de Anjou (y futuro duque de Orléans), y Henriette-Marie, futura reina de Inglaterra, de Irlanda y de Escocia
Pero las pretensiones de María de Médicis iban más allá de su papel de esposa y madre: ambicionaba meter las narices en los asuntos de Estado.
Pero al llegar a Francia, ha llevado consigo a todo un séquito de italianos aventureros que pretenden meter las zarpas en los asuntos de la corte, levantando no pocas ampollas entre los franceses y provocando el descontento del rey, que no aprecia a esos intrigantes que pretenden medrar a la sombra de la reina. Dos de ellos, Leonora Dori Galigaï, hermana de leche de María de Médicis, y Concino Concini, sobresalen por su oportunismo y por provocar no pocos altercados matrimoniales entre el rey y la reina. Enrique IV los desprecia y sabe cuales son sus pretensiones, exige que su mujer se separe de ellos y los devuelva a Florencia. Finalmente, y tras inenarrables escenas por parte de la reina, la Galigaï y Concini consiguen, no solo permanecer al servicio de la regia consorte, sino que además obtienen el permiso de casarse bajo la condición que, después, abandonen Francia. La condición última nunca se produciría... De hecho, María de Médicis se halla totalmente dominada por esos dos personajes de orígenes más que sospechosos, y entra en una especie de guerra sorda contra la favorita de su marido, la marquesa de Verneuil (Henriette de Balzac d'Entragues), considerándose permanentemente humillada por su presencia hasta en su propia casa. Las discusiones entre el rey y la reina por la presencia de la marquesa son memorables: María de Médicis hace en ellas gala de su iracundo histerismo, agriándose día a día. Harto, Enrique IV prefiere huír de esas embarazosas escenas yéndose de caza o consolarse con la marquesa de Verneuil.
Pero María de Médicis conseguirá finalmente su objetivo cuando, en 1610, Enrique IV se está preparando para entrar en guerra contra el Imperio. El rey dispone que, en su ausencia, María se ocupe de la regencia asistida por el consejo de ministros (limitando así sus decisiones), consciente de sus limitaciones intelectuales y políticas. Para ello, María exige a Enrique que se la corone en la abadía de Saint-Denis, idea que parece por lo menos absurda y superflua al monarca. Pero, para tener la fiesta en paz (y a pesar de sus malos presentimientos), Enrique IV cede y se la corona el 13 de mayo de 1610.
Al día siguiente, 14 de mayo, el rey abandona en carruaje abierto el Palacio del Louvre para trasladarse al Arsenal, sede del ministro Sully, para visitarle. La comitiva real queda bloqueada en la calle de La Ferronnerie, cerca de una taberna-hostal llamada "Al Corazón Real atravesado", al producirse un embotellamiento de carros. El momento es aprovechado por un iluminado llamado François Ravaillac, para asestar dos brutales puñaladas al rey mientras éste andaba conversando con sus acompañantes los duques de Epernon, de La Force y de Roquelaure. El regicida es inmediatamente apresado por la guardia real, con orden de no matarle y de llevarle a prisión para someterle a interrogatorio.
Al principio, el rey piensa que han sido heridas sin gravedad pero, al escupir sangre a borbotones, se descubre que uno de los golpes ha seccionado la carótida y que empieza a desangrarse de forma alarmante. Corriendo y deprisa, el carruaje da la vuelta para volver a palacio y trasladan al monarca a su pequeño cuarto del 1er piso, tendiéndole sobre su sofá. Poco después, Enrique IV rinde su último suspiro.
Ante semejante tragedia, María de Médicis se muestra más fuerte que su propio dolor. Con el apoyo del intrigante duque de Epernon (sobre quien recaerán sospechas de haber estado detrás del regicidio), María de Médicis se presenta ante el Parlamento reunido en urgencia exigiendo que se la reconozca regente de Francia en nombre de su hijo el joven Luis XIII, con todos los poderes. De nada valdrán las disposiciones de Enrique IV sobre las condiciones de la regencia si viniera a fallecer antes de que su heredero llegase a la edad de gobernar (13 años). Del consejo de regencia echará progresivamente a todos los fieles servidores del difunto rey, empezando por el duque de Sully, que sigue siendo protestante. Ante la antipatía de la reina, Sully prefiere dimitir y salir del gobierno con honores en 1611. Su tarea ha acabado con un balance más que loable: las arcas del Estado están a rebosar de oro. María de Médicis, para comprar adhesiones entre los Grandes del Reino (que ya empiezan a darle problemas), saqueará el Tesoro concediendo pensiones astronómicas.
En 1612, ordena la construcción del Palacio de Luxemburgo, en la orilla izquierda del Sena (actual palacio del Senado), inspirado en el Palacio Pitti de Florencia. Lejos de ocuparse de sus hijos, deja a éstos en manos de los criados de la Casa Real. Pone en el consejo a su favorito y valido Concino Concini, al que colmará de oro, cargos y prebendas, concediéndole el marquesado de Ancre y el bastón de mariscal de Francia sin haber pisado jamás un campo de batalla, lo que provoca la ira de todos los mariscales y generales del reino. El favor de Concini provocará, además, que la alta nobleza se subleve y se una a los príncipes de Condé, que lideran al partido de los Grandes descontentos.
El viraje político de la regencia interrumpe la política exterior que se iba llevando a cabo con el difunto rey. Católica y pro-romana, María de Médicis inicia conversaciones de paz con el emperador y el rey de España y, para sellar las cordiales relaciones entre Madrid, Viena y París, inicia los trámites para casar a sus dos primeros hijos (Luis XIII y Elisabeth) con los del rey Felipe III de España (el príncipe de Asturias, futuro Felipe IV, y Ana). La doble boda soliviantará aún más a los Grandes de Francia, que se oponen a esa doble unión dinástica. A eso se añade la ingerencia de Concini en los asuntos de Estado, librándose descaradamente al pillaje del Tesoro Real, lo que hace empeorar aún más las tensiones entre la regente y la nobleza y el pueblo. Para intentar calmar los ánimos, la corte se traslada en 1614 a Burdeos donde la regente convoca los Estados Generales. Sin embargo, el resultado deja mucho que desear y los enfrentamientos empeoran. Una semana antes, Luis XIII había cumplido su mayoría de edad y le habían consagrado y coronado rey en Reims (20 de octubre de 1614), pero el joven monarca inexperto dejaba en manos de su madre las riendas del poder, sin duda presionado por ésta y el valido Concini.
Lo único que se puede reconocer de bueno en la gerencia de la reina-regente, es el haber dado un puesto de secretario de Estado al obispo de Luçon (Armand-Jean du Plessis de Richelieu, futuro cardenal de Richelieu), bajo la férula de los Concini.
Harto de las contínuas humillaciones infligidas por los Concini y por su madre, Luis XIII acabará por reunir en su entorno a los descontentos y a cristalizar una conspiración que libre a Francia de ese desgobierno. Con su acuerdo, aunque no de palabra, ya que Luis XIII era un hombre bastante parco, dio luz verde a que se detuviera a Concini y a la mujer de éste, la odiosa Leonora Galigaï, y en caso de resistirse, darles muerte. Así se forjó el Golpe de Estado del rey, desbancando al valido y a su madre de un solo golpe. Evidentemente, Concino Concini fue abatido a balazos sobre el puente que daba acceso al Palacio del Louvre; su mujer fue arrancada de su cama (bajo cuyo colchón escondía docenas de sacos de oro y joyas) y llevada a prisión para ser puesta a disposición de la Justicia. La acusaron de practicar magia. Mientras su marido fue enterrado casi en el anonimato, luego desenterrado por la turba y descuartizado en medio de una sanguinaria orgía popular, Leonora fue formalmente acusada de brujería, sus bienes confiscados y condenada a decapitación, para luego ser quemada y sus cenizas echadas a los cerdos.
En cuanto a la regente, sorprendida por el golpe de su hijo, se desentendió de la suerte de Leonora Galigaï y, muerta de miedo, fue encerrada a cal y canto en sus aposentos con la prohibición de poder comunicarse con Luis XIII, y de salir de ellos. Fue finalmente exiliada a Blois por orden del rey, y en su exilio, la reina se fue acompañada por el obispo de Luçon, también caído en desgracia por haber sido un protegido de ésta y de los Concini. Poco tiempo después, Richelieu servirá de mediador entre madre e hijo, y artífice de una frágil reconciliación que se iniciará tras una guerra entre los partidarios del rey y de la ex-regente.
A pesar de la buena voluntad de Luis XIII, María de Médicis no podía contentarse con el papel de reina-madre y se implicó en distintas conspiraciones a favor de su hijo preferido Gastón, duque de Orléans. Harto de las intrigas maternas, el rey, bien servido por el cardenal de Richelieu, exilió definitivamente a su madre fuera de Francia. Huída a los Países-Bajos con lo puesto, María de Médicis erró hasta morir miserablemente en la ciudad alemana de Colonia en 1642.

linie00133

0 comentarios:

https://youtu.be/vLN1rLKh85o
 
Plantilla creada por maria basada en la minima de blogger.