sábado, 10 de abril de 2010

Las joyas de María de Medicis.

     INVENTARIO DE LAS JOYAS DE LA REINA DE FRANCIA
                            MARIA DE MEDICIS

Retrato de María de Médicis (1573-1642), Reina Vda. y Regente de Francia y de Navarra, según Frans Pourbus II en 1611, y representada con los atuendos de su coronación, su corona, sus diamantes y sus fabulosas perlas. Galería Uffizi (Florencia, Italia).
En 1610, un exhaustivo inventario sobre las alhajas personales de María de Médicis, esposa del rey Enrique IV de Francia y de Navarra, nos revela que sus joyeros contenían lo siguiente:
-11.538 piedras preciosas de todas las formas y dimensiones imaginables.
-6 collares de diamantes.
-11 cadenas de oro de diseños y formas diversas.
-4 insignias de diamantes.
-varias cruces de oro con perlas, diamantes, rubíes, zafiros, amatistas y esmeraldas.
-varios rosarios de oro con cuentas de perlas y otras piedras preciosas.
-varios brazaletes de oro guarnecidos con gran variedad de gemas.
-varios broches, ramilletes, colgantes de cintura, cinturones, pendientes, anillos, ornamentos y agujas guarnecidas con diamantes, perlas y otras gemas de colores.
-5.878 perlas redondas y en forma de pera, de grandes dimensiones.
El famoso inventario se realizó tras el asesinato del rey Enrique IV (14 de mayo de 1610), e impresiona, ya en esa época, la cantidad de alhajas acumuladas por su segunda consorte María de Médicis, de 37 años. A medida que se fueron sucediendo las distintas reinas que vinieron después de ella, el joyero de las regias consortes se acrecentó con regalos diplomáticos, presentes reales y encargos. Todo hay que decirlo, algunas alhajas antiguas, juzgadas pasadas de moda, fueron reconvertidas y sus piedras reutilizadas. Se sabe, en cualquier caso, que su famoso collar de gruesas y redondas perlas llegó hasta la Revolución Francesa, cuando se hizo un inventario y correspondiente tasación de las Joyas de la Corona de Francia en 1791-1792, por encargo de la Asamblea Nacional que pretendía subastarlas para financiar la guerra.


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martes, 6 de abril de 2010

María de Médicis.

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Nacida en Florencia en 1573, María de Médicis era hija del gran-duque Francisco I de Toscana y de la archiduquesa Juana de Austria (su 1ª esposa). Rica princesa casadera italiana, fue su tío el cardenal Fernando de Médicis, a la sazón legado del Papa, quien la propuso entre las tantas candidatas que se barajaban para el recién divorciado rey Enrique IV de Francia, desde su anulación matrimonial con Margarita de Francia en 1599.
Huelga decir que las negociaciones fueron duras y no exentas de tensiones entre Florencia y París; mientras los diplomáticos franceses entablaban las conversaciones con los representantes de los grandes-duques toscanos, Enrique IV andaba con la idea de convertir a su favorita en su próxima esposa. Gabrielle d'Estrées, la amante oficial en cuestión, ya había parido unos cuantos retoños reales que el rey quiso legitimar otorgándoles el apellido Borbón y derechos sucesorios a la Corona si viniera a faltar. En consecuencia, se abrió una crisis entre el monarca y sus ministros, que acogieron las legitimaciones con gran frialdad e indignación, alzando la voz el principal de todos ellos, el duque de Sully, que intentaba convencer al rey de no cometer semejante tontería más teniendo en cuenta que los súbditos franceses eran reacios a cualquier idea de poner a una puta del rey en el trono.
Los Médicis hicieron la oferta aún más tentadora con una más que sustanciosa dote si Enrique IV aceptaba tomar la mano de la princesa María. Quedaba, además, una notable deuda pendiente que Francia había contraído en esos tiempos aciagos de la guerra civil y religiosa, con el gran-duque de Toscana. La oferta toscana era inmejorable: los Médicis ofrecían el mejor medio para liquidar esa deuda con parte de la sustanciosa dote de la princesa. Pero el asunto amenazaba con no llegar a buen puerto mientras estuviera de por medio la favorita real Gabrielle d'Estrées, y las conversaciones adquirieron un tono desagradable entre las dos cancillerías:-¿Cuando llegará vuestra gorda banquera?- preguntaba la favorita al rey, con tono altivo.-Cuando haya echado a todas las putas de palacio! -respondía el rey hastiado.
Gracias a una comida en casa del banquero italiano Zamet, a la cual fue invitada la bella Grabrielle d'Estrées, se produjo el fatal desenlace que liberó al rey Enrique IV de su promesa infantil de casarse con ella si le daba otro hijo varón. Muerta la rival, probablemente envenenada por una naranja y a instancias del clan Médicis, se allanaba el camino de la princesa María para convertirse en la 2ª esposa del monarca galo. Las últimas discusiones giraron en torno a la sustanciosa dote de la italiana, reclamando los embajadores galos más dinero y cerrando el trato con varios millones a su favor. Claro está, Francia se comprometió con Florencia a restar de esa fabulosa dote, la suma de la cual era deudora con las arcas florentinas, lo que equivalía a no pagar nada.
En diciembre de 1600, tras un penoso viaje bajo todo tipo de inclemencias meteorológicas, la princesa María de Médicis llegó a las puertas de la ciudad francesa de Lyon, donde la esperaban la corte y el rey Enrique IV. La boda religiosa se celebró el 17 del mismo mes, en la catedral de San Juan de Lyon: Enrique IV contaba entonces 47 primaveras y la novia 27. El matrimonio se consumó la misma noche. El monarca encontró a su nueva mujer demasiado recatada, rolliza y poco inteligente. Mayores disgustos vendrían después. En cualquier caso, María de Médicis fue puesta frente a lo que le esperaba en la corte: la perpetúa presencia de la nueva favorita real, marquesa de Verneuil. Ni corto ni perezoso, Enrique IV las presentó y, ante la tibieza de la marquesa de Verneuil para hacer la conveniente reverencia ante la reina, éste la doblegó con una sola mano en su hombro hasta ponerla de rodillas. Ni qué decir que aquella escena resultó harto humillante para María de Médicis.
A principios del año 1601, los reyes hacían su entrada oficial en París. Instalada de noche en el palacio del Louvre, María de Médicis tuvo la sensación de ser objeto de alguna broma de mal gusto al descubrir sus nuevos aposentos en penumbra, con escasos muebles ajados y polvorientos. Nada que ver con la esplendidez de la corte florentina. Pero la reina no tardó en ponerse manos a la obra en su misión de dar descendencia al rey: el 27 de septiembre de 1601, paría en el real sitio de Fontainebleau a su primer hijo, el Delfín Luis (futuro Luis XIII). Tras el tan esperado heredero del trono, siguieron Elisabeth, futura reina de España, Christine, futura duquesa de Saboya, Nicolás, duque de Orléans, Gaston, duque de Anjou (y futuro duque de Orléans), y Henriette-Marie, futura reina de Inglaterra, de Irlanda y de Escocia
Pero las pretensiones de María de Médicis iban más allá de su papel de esposa y madre: ambicionaba meter las narices en los asuntos de Estado.
Pero al llegar a Francia, ha llevado consigo a todo un séquito de italianos aventureros que pretenden meter las zarpas en los asuntos de la corte, levantando no pocas ampollas entre los franceses y provocando el descontento del rey, que no aprecia a esos intrigantes que pretenden medrar a la sombra de la reina. Dos de ellos, Leonora Dori Galigaï, hermana de leche de María de Médicis, y Concino Concini, sobresalen por su oportunismo y por provocar no pocos altercados matrimoniales entre el rey y la reina. Enrique IV los desprecia y sabe cuales son sus pretensiones, exige que su mujer se separe de ellos y los devuelva a Florencia. Finalmente, y tras inenarrables escenas por parte de la reina, la Galigaï y Concini consiguen, no solo permanecer al servicio de la regia consorte, sino que además obtienen el permiso de casarse bajo la condición que, después, abandonen Francia. La condición última nunca se produciría... De hecho, María de Médicis se halla totalmente dominada por esos dos personajes de orígenes más que sospechosos, y entra en una especie de guerra sorda contra la favorita de su marido, la marquesa de Verneuil (Henriette de Balzac d'Entragues), considerándose permanentemente humillada por su presencia hasta en su propia casa. Las discusiones entre el rey y la reina por la presencia de la marquesa son memorables: María de Médicis hace en ellas gala de su iracundo histerismo, agriándose día a día. Harto, Enrique IV prefiere huír de esas embarazosas escenas yéndose de caza o consolarse con la marquesa de Verneuil.
Pero María de Médicis conseguirá finalmente su objetivo cuando, en 1610, Enrique IV se está preparando para entrar en guerra contra el Imperio. El rey dispone que, en su ausencia, María se ocupe de la regencia asistida por el consejo de ministros (limitando así sus decisiones), consciente de sus limitaciones intelectuales y políticas. Para ello, María exige a Enrique que se la corone en la abadía de Saint-Denis, idea que parece por lo menos absurda y superflua al monarca. Pero, para tener la fiesta en paz (y a pesar de sus malos presentimientos), Enrique IV cede y se la corona el 13 de mayo de 1610.
Al día siguiente, 14 de mayo, el rey abandona en carruaje abierto el Palacio del Louvre para trasladarse al Arsenal, sede del ministro Sully, para visitarle. La comitiva real queda bloqueada en la calle de La Ferronnerie, cerca de una taberna-hostal llamada "Al Corazón Real atravesado", al producirse un embotellamiento de carros. El momento es aprovechado por un iluminado llamado François Ravaillac, para asestar dos brutales puñaladas al rey mientras éste andaba conversando con sus acompañantes los duques de Epernon, de La Force y de Roquelaure. El regicida es inmediatamente apresado por la guardia real, con orden de no matarle y de llevarle a prisión para someterle a interrogatorio.
Al principio, el rey piensa que han sido heridas sin gravedad pero, al escupir sangre a borbotones, se descubre que uno de los golpes ha seccionado la carótida y que empieza a desangrarse de forma alarmante. Corriendo y deprisa, el carruaje da la vuelta para volver a palacio y trasladan al monarca a su pequeño cuarto del 1er piso, tendiéndole sobre su sofá. Poco después, Enrique IV rinde su último suspiro.
Ante semejante tragedia, María de Médicis se muestra más fuerte que su propio dolor. Con el apoyo del intrigante duque de Epernon (sobre quien recaerán sospechas de haber estado detrás del regicidio), María de Médicis se presenta ante el Parlamento reunido en urgencia exigiendo que se la reconozca regente de Francia en nombre de su hijo el joven Luis XIII, con todos los poderes. De nada valdrán las disposiciones de Enrique IV sobre las condiciones de la regencia si viniera a fallecer antes de que su heredero llegase a la edad de gobernar (13 años). Del consejo de regencia echará progresivamente a todos los fieles servidores del difunto rey, empezando por el duque de Sully, que sigue siendo protestante. Ante la antipatía de la reina, Sully prefiere dimitir y salir del gobierno con honores en 1611. Su tarea ha acabado con un balance más que loable: las arcas del Estado están a rebosar de oro. María de Médicis, para comprar adhesiones entre los Grandes del Reino (que ya empiezan a darle problemas), saqueará el Tesoro concediendo pensiones astronómicas.
En 1612, ordena la construcción del Palacio de Luxemburgo, en la orilla izquierda del Sena (actual palacio del Senado), inspirado en el Palacio Pitti de Florencia. Lejos de ocuparse de sus hijos, deja a éstos en manos de los criados de la Casa Real. Pone en el consejo a su favorito y valido Concino Concini, al que colmará de oro, cargos y prebendas, concediéndole el marquesado de Ancre y el bastón de mariscal de Francia sin haber pisado jamás un campo de batalla, lo que provoca la ira de todos los mariscales y generales del reino. El favor de Concini provocará, además, que la alta nobleza se subleve y se una a los príncipes de Condé, que lideran al partido de los Grandes descontentos.
El viraje político de la regencia interrumpe la política exterior que se iba llevando a cabo con el difunto rey. Católica y pro-romana, María de Médicis inicia conversaciones de paz con el emperador y el rey de España y, para sellar las cordiales relaciones entre Madrid, Viena y París, inicia los trámites para casar a sus dos primeros hijos (Luis XIII y Elisabeth) con los del rey Felipe III de España (el príncipe de Asturias, futuro Felipe IV, y Ana). La doble boda soliviantará aún más a los Grandes de Francia, que se oponen a esa doble unión dinástica. A eso se añade la ingerencia de Concini en los asuntos de Estado, librándose descaradamente al pillaje del Tesoro Real, lo que hace empeorar aún más las tensiones entre la regente y la nobleza y el pueblo. Para intentar calmar los ánimos, la corte se traslada en 1614 a Burdeos donde la regente convoca los Estados Generales. Sin embargo, el resultado deja mucho que desear y los enfrentamientos empeoran. Una semana antes, Luis XIII había cumplido su mayoría de edad y le habían consagrado y coronado rey en Reims (20 de octubre de 1614), pero el joven monarca inexperto dejaba en manos de su madre las riendas del poder, sin duda presionado por ésta y el valido Concini.
Lo único que se puede reconocer de bueno en la gerencia de la reina-regente, es el haber dado un puesto de secretario de Estado al obispo de Luçon (Armand-Jean du Plessis de Richelieu, futuro cardenal de Richelieu), bajo la férula de los Concini.
Harto de las contínuas humillaciones infligidas por los Concini y por su madre, Luis XIII acabará por reunir en su entorno a los descontentos y a cristalizar una conspiración que libre a Francia de ese desgobierno. Con su acuerdo, aunque no de palabra, ya que Luis XIII era un hombre bastante parco, dio luz verde a que se detuviera a Concini y a la mujer de éste, la odiosa Leonora Galigaï, y en caso de resistirse, darles muerte. Así se forjó el Golpe de Estado del rey, desbancando al valido y a su madre de un solo golpe. Evidentemente, Concino Concini fue abatido a balazos sobre el puente que daba acceso al Palacio del Louvre; su mujer fue arrancada de su cama (bajo cuyo colchón escondía docenas de sacos de oro y joyas) y llevada a prisión para ser puesta a disposición de la Justicia. La acusaron de practicar magia. Mientras su marido fue enterrado casi en el anonimato, luego desenterrado por la turba y descuartizado en medio de una sanguinaria orgía popular, Leonora fue formalmente acusada de brujería, sus bienes confiscados y condenada a decapitación, para luego ser quemada y sus cenizas echadas a los cerdos.
En cuanto a la regente, sorprendida por el golpe de su hijo, se desentendió de la suerte de Leonora Galigaï y, muerta de miedo, fue encerrada a cal y canto en sus aposentos con la prohibición de poder comunicarse con Luis XIII, y de salir de ellos. Fue finalmente exiliada a Blois por orden del rey, y en su exilio, la reina se fue acompañada por el obispo de Luçon, también caído en desgracia por haber sido un protegido de ésta y de los Concini. Poco tiempo después, Richelieu servirá de mediador entre madre e hijo, y artífice de una frágil reconciliación que se iniciará tras una guerra entre los partidarios del rey y de la ex-regente.
A pesar de la buena voluntad de Luis XIII, María de Médicis no podía contentarse con el papel de reina-madre y se implicó en distintas conspiraciones a favor de su hijo preferido Gastón, duque de Orléans. Harto de las intrigas maternas, el rey, bien servido por el cardenal de Richelieu, exilió definitivamente a su madre fuera de Francia. Huída a los Países-Bajos con lo puesto, María de Médicis erró hasta morir miserablemente en la ciudad alemana de Colonia en 1642.

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domingo, 4 de abril de 2010

Gracias a todos.


Bueno, esta entrada la hago más que nada para dar las gracias, a todos los que me leéis  y comentáis, los que solo me leéis y no comentáis o simplemente pasáis por aquí de vez en cuando, y muchísimas gracias a esas personas que me siguen, gracias también a toda esa gente que me escribe correos apoyándome o simplemente haciéndome sugerencias.
A todos.
                Muchísimas gracias.

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sábado, 3 de abril de 2010

Isabel de Farnesio.

                                 Reina consorte de España.
                                          (Primer mandato).
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Tras la muerte de la primera esposa de Felipe V, María Luisa Gabriela de Saboya y Orléans, la princesa de los Ursinos, que ejercía una especie de regencia, comentaba con el abate Giulio Alberoni (Fiorenzuola d'Arda, 1664-Piacenza, 1752) la necesidad urgente de encontrar una nueva esposa para el rey. Debido a que éste estaba en tal estado de decaimiento, se temía por su salud mental. Según parece, era tanta la fogosidad de Felipe V y su necesidad de expresarla, que el tener que contenerse le provocaba terribles dolores de cabeza. Hubo quien sugirió damas dispuestas a ofrecerse al rey para aliviar sus irrefrenables impulsos sexuales, pero el monarca, demasiado santurrón, tenía en horror la sola idea de fornicar con otra mujer que no fuera su legítima compañera ante los ojos de Dios. Sencillamente, y por un miedo irracional al infierno ferozmente inculcado por sus tutores, Felipe V no estaba dispuesto a pecar carnalmente y dar semejante ejemplo a sus súbditos, aunque de ello dependiera su salud y estabilidad emocional.
La elegida para convertirse en la segunda esposa de Felipe V fue Isabel Farnesio (Parma, 1692-Madrid, 1766), Princesa de Parma, única hija de los príncipes herederos de Parma, Eduardo II (1666-1693) y Sofía Dorotea de Neoburgo (1670-1748) . Isabel se convirtió así en la segunda reina española de origen italiano. Además, Sofía Dorotea era hermana de Mariana de Neoburgo, por lo que Isabel era sobrina de la viuda de Carlos II, el último de los Habsburgo, que vivía exiliada en Bayona. La primera esposa de Felipe V, la reina María Luisa Gabriela, no tardó en ser suplida por Isabel Farnesio. A todas luces, el trono de la ambiciosa parmesana fue la cama, desde la que se dictó la política española de su tiempo, ya que conociendo el punto débil de su esposo no dudó en aprovecharse de él.
Isabel-de-Parma_Filippo-V-uxor_Melendez                                  Isabel de Parma.
Según las crónicas, la elección de Isabel Farnesio para convertirse en la esposa de Felipe V no fue del todo casual. Influyeron en la elección no sólo los cortesanos más allegados al rey, como la princesa de los Ursinos, sino personajes tan alejados de la corte como la desterrada reina viuda Mariana de Neoburgo. Además estaba Giulio Alberoni, encargado por el tío de Isabel, el duque Antonio I de Parma, de las negociaciones para lograr el matrimonio de su hija con Felipe V. Isabel de Parma era físicamente una mujer alta y bien formada, con un aspecto vital y unos ojos que emanaban carácter y ambición, aunque la viruela padecida durante su juventud le había quitado muchos encantos a su rostro.
Pese a todo seguía siendo bella. Era además una mujer astuta, versada en idiomas, que disfrutaba interviniendo en política y se interesaba por todas las actividades artísticas e intelectuales. Siempre según las crónicas, Isabel fue descrita a la princesa de los Ursinos como una mujer sumisa, sencilla, sin carácter, inofensiva y manipulable, relegada a una posición tan discreta que no tenía más aficiones que la de bordar y atiborrarse de pasta, queso parmesano y mantequilla, en suma todo lo contrario de cómo realmente era. Esa buena propaganda fue enteramente fabricada por el intrigante abate Alberoni, para ganarse el apoyo de la princesa y conseguir que Isabel se convirtiera en la nueva reina de España.
Las negociaciones entre la Corona Española y el duque de Parma para lograr el matrimonio entre Isabel y Felipe V tenían otro objetivo además del explicito de la boda: la aspiración española a las perdidas posesiones en Italia, a las que aspiraba Isabel como única heredera de Parma. No solo pareció adecuado el compromiso a la princesa de los Ursinos, sino también al mismísimo Luis XIV, a quien la idea de que los Borbones tuvieran posesiones en Italia le parecía excelente.
La princesa de los Ursinos como camarera mayor de la corte y como "regente" efectiva de la corona española, y ante la apatía de Felipe V, fue la encargada no sólo de las negociaciones matrimoniales, sino también de comunicarle al rey su próximo enlace con Isabel de Parma. Entusiasmado ante la idea, Felipe pasó de la tristeza a la alegría tras seis meses de melancólico luto, y sobre todo de rigurosa abstinencia sexual, lo que según los médicos le provocaba el lamentable estado de salud en el que se encontraba.
Algo sorprendente en el enlace entre Isabel y Felipe V fue la rapidez con que todo se llevó a cabo. Tras unas diligentes negociaciones matrimoniales en 1714, a instancias del rey, se firmaron las capitulaciones matrimoniales para la boda por poderes en Parma en agosto. Al mes siguiente, en Parma, se celebró entonces la boda por poderes, tras la cual partió Isabel sin más dilación hacia España para reunirse con su flamante marido.
Por lo visto, el viaje se pensaba realizar por mar, pero debido a las inclemencias del tiempo que hacían peligroso el viaje, éste se interrumpió y hubo de proseguirse por tierra atravesando territorio francés.
Al parecer fue durante el viaje por tierra hacia España cuando, al pasar por Francia Isabel de Parma tuvo una entrevista con su tía, la exiliada reina viuda Mariana de Neoburgo. La entrevista se produjo en la ciudad francesa de Saint-Jean-de-Pied-de-Port. Según cuentan las crónicas de la época, durante esta breve entrevista Mariana de Neoburgo informó a su sobrina sobre el carácter de los españoles y la vida en la corte madrileña. Pero además, la previno sobre la influencia que en la Corte tenía la princesa de los Ursinos, aconsejándola que la alejara del rey y de la Corte.
En su viaje hacia Madrid, y después de atravesar la frontera franco-española, Isabel de Parma pasó por la ciudad de Pamplona, donde la nueva reina de España fue agasajada por la población durante nada menos que cinco días. Aquí la joven Isabel empezó a conocer el carácter de los españoles quienes según cuentan parecían encantados con la segunda esposa de Felipe V, pensando quizá que sería tan buena como la añorada María Luisa Gabriela de Saboya.
La caída y expulsión de la Princesa de Los Ursinos
Un suceso lamentable ocurrió cuando la joven reina Isabel se acercaba a Madrid en la navidad de 1714. Un impaciente Felipe V que esperaba a su nueva esposa en Guadalajara envió a Jadraque a su amiga y consejera la princesa de los Ursinos para recibir en su nombre a Isabel. Pero sucedió que por su avanzada edad -tenía setenta y dos años- y achaques, la princesa de los Ursinos no pudo ejecutar la reverencia completa ante la reina como lo requería la etiqueta. Además se tomó la confianza de coger a la reina por la cintura, haciendo ciertos comentarios sobre su aspecto rollizo y tratándola como a una chiquilla. Esto hizo que una Isabel fuera de sí, echase a la princesa no solo de la estancia, sino también del reino. El incidente sucedido en Jadraque, que dio pie a la reina Isabel para expulsar a la princesa de los Ursinos del reino ha pasado también a la historia por el hecho de que el jefe de la guardia, temeroso de ser objeto de futuras represalias por parte del rey, y sabedor de la omnipotencia de la princesa de los Ursinos, solicitó de la reina Isabel que la orden de expulsión se le diera por escrito. No faltaba más! Pidió pluma y papel, escribiendo ella misma y sobre su falda dicha orden. Tan rápidamente fue cumplida la orden, que la querida princesa fue metida con lo puesto en una carroza y conducida a través de una terrible nevada, bajo escolta, hasta la frontera con Francia. Lo más triste es que, enterado Felipe V del suceso, no hizo nada por hacer regresar a su querida consejera, se dice que por no contrariar a su nueva esposa. Como la princesa no tenía más valedor que el rey de España y éste la había abandonado a su suerte, ésta se vio mal acogida por las autoridades francesas. Peor aún: cuando osó presentarse en la corte de Versailles, la acogida no pudo ser más glacial por parte de Luis XIV y la marquesa de Maintenon, ya que miraban a la princesa de los Ursinos como a una traidora a los intereses de Francia por haber defendido una política que conciliara los objetivos de ambos reinos cuando estaba en el poder.
Tuvo entonces que abandonar Versalles y refugiarse en casa de su hermano el duque de Noirmoutiers hasta que en 1715, al fallecer Luis XIV e inaugurarse la regencia del duque de Orleáns, acérrimo enemigo de la princesa, le fue notificada que era persona non grata en Francia. Volvió a hacer sus baúles y cruzó la frontera italiana para morir finalmente en el más absoluto olvido.
Ciertamente, si hay algo que agradecer a la princesa de los Ursinos, fue su intento de llevar una política conciliadora en la que no admitía que los intereses españoles fueran ninguneados frente a los de Versailles. Y eso, Luis XIV y sus ministros no lo digerieron muy bien...
En las Memorias, Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon (1675-1755) .- nos ofrece un extraordinario documento sobre la vida pública y privada de la aristocracia. Además comenta divertido como los cortesanos españoles se quedaron muy contrariados al ver como, tras la ceremonia nupcial, celebrada a la seis de la tarde, el nuevo matrimonio formado por Isabel de Parma y Felipe V se dirigió rápidamente a la cámara nupcial para consumar su unión.
Ya desde su primer encuentro con Felipe V, Isabel descubrió que, debido al lujurioso temperamento de su marido, podría dominarlo fácilmente desde el lecho conyugal. Tanto es así, que unos años después de la boda, se comentaba no solo en la Corte española sino también en la de Versailles que el rey se debilitaba a ojos vista, debido sobre todo a los numerosos encuentros que con la reina tenía.
Además cuentan algunos que Isabel, cuando veía apaciguado a Felipe le administraba un brebaje afrodisíaco de vino mezclado con diversas especias.
El matrimonio entre Isabel de Parma y Felipe V se celebró en 1714 en la misma ciudad de Guadalajara; Isabel tenía veintidós años y Felipe treinta y uno. En los cuadros que representan el momento, y que podemos ver en el Museo del Prado, podemos observar como Isabel tenía ya un aspecto rollizo, debido probablemente a su debilidad por la pasta y el queso parmesano.
Según cuentan las crónicas cortesanas de la época, la reina Isabel de Parma era una mujer imponente, de gran estatura y aspecto voluminoso, que llamaba la atención nada más entrar en una habitación. A pesar de esto, Isabel no dudaba en resaltar su persona, adornándose profusamente con todo tipo de joyas vistosas, pieles, encajes y lazos, y todo lo que estuviera de moda; le sentara bien o mal, siempre iba engalanada como lo que era y se esperaba de una reina.
La reina mal querida
El recibimiento que la villa de Madrid hizo a la segunda esposa de Felipe V, la italiana Isabel de Parma, fue todo menos "bienvenida". Se dispensó más bien una gélida acogida a la recién llegada. Los cronistas de la época recogieron algunos de los agrios comentarios que el pueblo hacía al pasar delante de ellos la soberana. Uno de estos aludía a la condición de madrastra que debía asumir Isabel: "cara de madrastra no la he visto peor en la vida". Con el tiempo este comentario se hizo realidad, ya que Isabel se comportó más como una madrastra que como una madre con los tres hijos que Felipe V había tenido con su esposa María Luisa.
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"La Familia de Felipe V" en 1723, boceto del pintor de la corte Jean Ranc, representa al rey Felipe V rodeado por el infante Fernando (a su derecha) y el infante Luis, Príncipe de Asturias (a su izq. y figura central del cuadro), hijos de su primer matrimonio con la difunta María-Luisa Gabriela de Saboya; y la reina Isabel de Parma (a la derecha del cuadro) con sus hijos los Infantes Felipe y Carlos, señalando el retrato oval de la infanta María-Ana-Victoria, novia del rey Luis XV de Francia.
La dominante reina Isabel de Parma consiguió con el destierro de la princesa de los Ursinos el abandono de la política pro-francesa. Sin la protección de la princesa, los nobles franceses afincados en la Corte madrileña tuvieron que regresar a París, siendo sustituidos por numerosos personajes italianos que vinieron llamados por el primer ministro Alberoni, quien pretendía así lograr un fructífero acercamiento con los reinos italianos. Con esta política, España se ganó muchos enemigos, entre ellos Francia. Fue ante la presión de éstos, que Felipe V se vio obligado más adelante a expulsar a Alberoni, quien se trasladó a Roma. Allí sería nombrado por el Papa legado pontificio en la Romagna.
El 28 de febrero de 1718 y por Real Disposición de Felipe V, todos los Regimientos de Caballería debían recibir un nombre fijo. Así, el viejo Tercio de Hersemburgo -que en el momento del cambio se conocía como Regimiento de Atry- pasó a llamarse Regimiento Farnesio, 4º de Caballería. El número 4 le correspondía por antigüedad en aquella época, yendo por delante de éste los Regimientos siguientes: de la Reina, del Príncipe y Borbón. En cuanto al nombre, obviamente, tiene su origen en la segunda esposa del rey Felipe V, Isabel Farnesio, última descendiente de la estirpe que en el siglo XVI tuvo por mejor ilustración al gran militar Alejandro Farnesio.
300px-Felipe_V_e_Isabel_de_Farnesio_ Doble retrato de los reyes Felipe V e Isabel de Parma, realizado por Louis-Michel Van Loo en 1743. En el lienzo, el artista supo dejar patente la dependencia emocional del monarca por su consorte, que resalta con una actitud de gran seguridad en si misma y como verdadera gobernante de la Monarquía Española.

La reina Isabel tuvo nada menos que siete hijos con el rey Felipe V, hecho éste que la convierte en una de las reinas españolas más fecundas, por no decir la que más. Sus siete hijos fueron: Carlos (1716-1788), que ocuparía el trono con el nombre de Carlos III; Francisco, nacido en 1717 y muerto a los pocos días; María Ana Victoria (1718-1781), que sería reina de Portugal tras casarse con José I; Felipe (1720-1765), duque de Parma, Piacenza y Guastalla; María Teresa Rafaela (1726-1746), esposa de Luis de Borbón, Delfín de Francia; Luis Antonio Jaime (1727-1785), arzobispo de Toledo y Sevilla, y María Antonia Fernanda (1729-1785), esposa de Víctor-Amadeo III de Saboya, rey de Cerdeña-Piamonte.
En abril de 1715, Isabel Farnesio, dio a conocer a todo el mundo que estaba esperando su primer hijo. Ante tan buena noticia, la corte se concentró inmediatamente en los preparativos para el parto. Por ello, se movilizó no sólo a todo el personal de palacio, sino también a nobles y cortesanos. Armó tanto revuelo como si este fuera el ansiado heredero para el trono español. Es más, pretendió conseguir que su primer hijo recibiera honores como si fuera el Príncipe de Asturias, olvidando conscientemente que este ya existía en la persona del príncipe Luis.
Desde el primer momento la corte madrileña vio en la reina Isabel a una mujer ambiciosa. Pero nadie sospechó que su ambición la llevaría a codiciar el trono de Francia. En Septiembre de 1715, tras la muerte del abuelo de su esposo, el rey Luis XIV, no dudó en animar a su esposo a reafirmar sus derechos a la corona francesa, a pesar de que ya existía un heredero superviviente legítimo, el pequeño Delfín Luis, bisnieto de Luis XIV y sobrino de Felipe V.
Como en otros partos reales, para el primero de Isabel de Parma, estaba prevista la asistencia de un cierto número de nobles que discretamente controlaría el nacimiento del futuro príncipe o princesa. Isabel preparó así la lista de los cortesanos que asistirían y la dio a conocer en septiembre de 1715, enviando además las ordenes de asistencia. Pero resulta que Isabel, exagerada o intencionadamente, confecciona una lista tan amplía como nunca había sucedido en la corte española. Dicha lista contenía más de cuarenta nombres entre los que destacaban miembros de la alta nobleza y eclesiástica de España y del extranjero, incluyendo los miembros del Consejo del Reino, además del alcalde de Madrid, como si fuera a nacer el Príncipe de Asturias, aunque no fuera el caso.
Primer hijo varón de Isabel de Parma con Felipe V. Las ambiciones maternas le destinarían a ser el príncipe heredero del gran-ducado de Toscana, duque de Parma y de Piacenza, rey de Nápoles y de Sicilia y rey de España y de las Indias sucesivamente...
El 20 de enero de 1716 nació en el Alcázar de Madrid el infante Carlos, primer hijo de Isabel con Felipe V. Al parecer los únicos contentos sinceramente fueron los padres del recién nacido. El resto de la corte y la población de Madrid no fueron capaces de dar muestras sinceras de alegría, al considerar que la reina Isabel de Parma se había excedido en los festejos con ocasión del nacimiento de su primogénito, olvidando que España tenía ya un Príncipe de Asturias, además de otros dos infantes herederos al trono; los tres fruto del anterior matrimonio de Felipe V.
La reina Isabel Farnesio estaba tan orgullosa de su numerosa prole, que se vanagloriaba de ello diciendo que a ella nunca le reprocharían lo que a su tía Mariana de Neoburgo, viuda de Carlos II, de quien se decía que dejó el trono español tan virgen como lo había encontrado. A estos siete hijos había que añadir los tres que ya tenía Felipe V de su anterior matrimonio con María Luisa Gabriela de Saboya.
Isabel de Farnesio fue madre de un rey y dos reinas: Carlos (1716-1788), que ocuparía los tronos de Nápoles-Sicilia y de España con el nombre de Carlos III; María Ana Victoria (1718-1781), que sería reina de Portugal tras casarse con José I y María Antonia Fernanda (1729-1785), esposa de Víctor-Amadeo III (Turín, 1726-Moncalieri, 1796) duque de Saboya y rey de Cerdeña entre 1773 y 1796.
También pudo ser madre de una reina de Francia, ya que su hija María Teresa (1726-1746) era esposa de Luis de Borbón, Delfín de Francia. Su prematura muerte producida antes del acceso al trono de su marido lo impidió.
Interferencias politicas
En 1715, un año después de la boda entre Isabel y Felipe V ocurrió un hecho decisivo para la política europea: la muerte de Luis XIV, abuelo de Felipe V. El nuevo Delfín de Francia era el hijo del duque de Borgoña, un niño de cinco años, por lo que se hacia necesario el nombramiento de un regente. El caso es que casi presionado por su esposa Isabel, Felipe V decide optar a la regencia de Francia en calidad de tío del joven heredero. Este hecho despertó viejas enemistades con Austria, Francia, Gran Bretaña y Holanda, que consideraron que España vulneraba los acuerdos del Tratado de Utrecht firmado en 1713 y que había establecido un status quo en Europa.
Finalmente ante las presiones exteriores Felipe V desistió de su idea y fue nombrado regente de Francia el duque de Orleáns, sobrino carnal y yerno político del difunto Luis XIV. Sin embargo, Isabel salió beneficiada al conseguir para sus hijos la promesa de heredar los ducados de Parma y Toscana.
Según las crónicas de la época Isabel y Felipe V, como otros monarcas españoles, desarrollaron una gran afición a la caza. Así los reyes practicaban la caza en los cotos reales cercanos a la villa de Madrid. Al parecer comenzaron a practicar la montería por recomendación médica, ya que era beneficiosa para la salud mental y física del monarca, y finalmente la practicaron también por placer.
La reina Isabel de Parma era una hábil cazadora, hecho que recogen los anales históricos. Así se describe como la reina practicaba la caza mayor en los bosques del Pardo y la Zarzuela situados en los alrededores de la villa de Madrid. Conejos y liebres en la Casa de Campo y pequeñas aves en el Buen Retiro.
Intrigas a la italiana
Isabel era una mujer dominante cuya única obsesión era dejar bien situados a sus numerosos hijos, ya que ninguno de ellos optaba directamente al trono de España. Consiguió así imponer su voluntad a su esposo el rey Felipe V, obligándole a realizar una intensa labor destinada a que sus hijos gobernaran en los territorios italianos que ella creía que por herencia les correspondían. Este hecho condicionó la política exterior española durante la primera mitad del siglo XVIII.
Los testigos de entonces describen con todo lujo de detalles como la soberbia reina española, hizo todo lo posible para entorpecer la educación política de su hijastro Fernando quien, tras la repentina muerte de su hermano Luis I había de sucederle en el trono de España. Así pues, por todos los medios posibles trataba de impedir la asistencia de Fernando a los Consejos de Estado que habían de ponerle al día sobre la situación del reino. Esta enconada intromisión de la reina Isabel hizo que se ganara muchas enemistades entre los nobles y cortesanos españoles.
Las relaciones entre el hijastro y la madrastra italiana nunca fueron buenos desde un principio; Isabel de Parma hizo de pies y manos para mantener al presunto heredero de la Corona Española aislado de todo y de todos...
Hecho curioso durante el siglo XVIII fue el decaimiento de las corridas de toros celebradas anualmente en Madrid. Más concretamente durante el reinado de Isabel y Felipe V. Parece ser que la caída en desgracia de la tauromaquia fue debido a la falta de interés que en ambos despertaba la fiesta nacional, debido posiblemente a que ninguno se había criado en España y no habían desarrollado esta clase de afición que otros reyes españoles si habían tenido y que había contribuido a su financiación. En cualquier caso, a los reyes les parecía un espectáculo sanguinario supérfluo y sin sentido.
La reina sufrió, al igual que su tía Mariana de Neoburgo, el destierro. Al contrario que aquella, Isabel fue desterrada dentro de los límites de España, concretamente al palacio de la Granja de San Ildefonso, situado en la provincia de Segovia. Este destierro fue decretado por su hijastro Fernando VI (Madrid, 1713-Villaviciosa de Odón, 1759), quien tras suceder a su padre en 1746 así lo decidió, ya que consideraba que la intromisión de su madrastra en los asuntos de Estado habían resultado muy negativos, y estuvieron encaminados a impedir su subida al trono.
Las maniobras políticas llevadas a cabo por la reina Isabel aseguraron primero a su hijo Carlos las coronas de Nápoles y de Sicilia. Pero las muertes de sus hijastros Luis I, tras siete meses de reinado, y Fernando VI tras casi trece años en el trono trastocaron los planes de forma positiva. Logró así que su hijo Carlos ocupara el trono de España, pese a que éste ocupaba el cuarto lugar en la sucesión. La infanta Maria Ana Victoria, conocida por todos como Marianita, era la tercera de los siete hijos del matrimonio formado por Isabel y Felipe V. Esta joven infanta española fue como en otras ocasiones utilizada como mero peón por la política del Estado, ya que fue prometida en matrimonio por dos veces. El primero de los contratos matrimoniales fue con Francia, como prometida del rey Luis XV de Francia. Pero cuando el duque de Borbón asumió el gobierno galo (sucediendo al finado duque de Orléans, en 1723), la devolvió por ser demasiado joven para consumar el matrimonio y la reemplazó por una princesa polaca mucho mayor que ésta, y en edad de proporcionar un heredero a Francia.
Tenía tan solo ocho años cuando fue devuelta a Madrid. El segundo de los contratos matrimoniales, en cambio, si llegó a cumplirse, convirtiéndose la joven infanta en la futura reina de Portugal tras casarse con el que sería el rey José I.
Fue durante los años de reinado de Felipe V y de su segunda esposa Isabel cuando a instancia suya se fundaron en España instituciones tan importantes para la cultura nacional como la Biblioteca Nacional, la Real Academia de la Lengua y la Real
Isabel y su esposo Felipe V fueron los impulsores de la construcción del palacio de La Granja, en Segovia. Este palacio, que fue edificado emulando al palacio de Versailles -aunque a una escala menor-, rodeado de hermosos jardines y fuentes, fue concluido en 1736, tras diversas ampliaciones llevadas a cabo desde su inicio en 1719. Era el lugar de retiro favorito de estos reyes, como lo demuestra el hecho de que se retiraran a vivir allí tras la abdicación de Felipe V en 1724.
Parece ser que la estrategia seguida por Isabel de Parma para fortalecer la alianza con Francia mediante matrimonios de Estado fracasó completamente. El primero de estos matrimonios unía a Luis, Príncipe de Asturias con la princesa francesa Luisa Isabel de Orléans. Debido a la temprana muerte de Luis I no prosperó. El segundo intento fue prometer en matrimonio a la infanta Maria Ana Victoria, de tan solo cuatro años, con el rey Luis XV, cuyo primer ministro (el duque de Borbón) devolvió a la joven infanta española ante la imposibilidad de consumar el matrimonio, ya que ésta tenía tan solo ocho años. El tercer intento unió a la infanta María Teresa Rafaela con el primogénito de Luis XV, pero ésta falleció con tan solo veinte años tras dar a luz una niña que le siguió a la tumba.
El Infante Luis Antonio Jaime (1727-1785), sexto hijo de los reyes Isabel y Felipe V, fue nombrado arzobispo de Toledo y de Sevilla, gracias a las intrigas de su madre. Pero pese a obtener tan importante y lucrativo cargo, acabó renunciando a él por no estar de acuerdo con las exigencias del celibato, adoptando en su lugar el título de conde de Chinchón, quizá no tan importante, pero que en cambio le permitía una vida más libre.
La intromisión en política de la reina Isabel no conoció limites. Consiguió, con la ayuda del cardenal Alberoni la intervención militar de España en la guerra de Sucesión de Polonia, con el envío de tropas en Italia contra Austria. En el primer conflicto su hijo Carlos consiguió los reinos de Nápoles y Sicilia; y en el segundo conflicto de la guerra de Sucesión Austríaca, consiguió recuperar para su cuarto hijo Felipe (1720-1765) los ducados de Parma y Piacenza que estaban bajo dominio austríaco.
Abdicación y retiro
En enero de 1724 la reina Isabel vio interrumpida su carrera de intrigas y ambiciones. La interrupción se debió a que Felipe V, aquejado por una abrumadora depresión, decide abdicar; y lo hace en Luis, el primogénito habido con su primera esposa, la reina María Luisa Gabriela de Saboya. Disgustada, Isabel se ve obligada por las circunstancias a llevar una vida retirada junto a su marido en el palacio de La Granja, en Segovia.
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El Palacio de La Granja en San Ildefonso, no lejos de la ciudad de Segovia, y ubicado en la Sierrala Villa de Madrid quien, obviamente, delegó la ejecución de la obra al aparejador Juan Román. Aunque se han barajado diversas fechas plausibles para el inicio de las obras, lo más seguro (y según los documentos del Archivo del Patrimonio Real) es que se empezaran el 1 de abril de 1721.
Tanto la edificación del palacio, cuyo tamaño se preveía modesto en principio, como el diseño de los extensos jardines a la francesa se iniciaron simultáneamente, tomando ejemplo de los existentes entonces en Versailles. El rey Felipe V, nostálgico de su época versaillesca, pretendía recrear un facsímil de la residencia real francesa a una escala reducida claramente inspirada en el Real Sitio de Marly y sus hermosos jardines. Para ello se contrataron al escultor René Carlier, al jardinero Etienne Boutelou y al ingeniero Etienne Marchand quien, a partir de 1725, iba a hacerse cargo de las obras.
El Real Sitio de La Granja de San Ildefonso no iba a ser uno más de los palacios diseminados por la geografía española, sino que tenía un destino más concreto: convertirse en la residencia veraniega de la Familia Real a partir de 1724. Puesto que el palacio primitivo debe acoger a los miembros de la Familia Real y a su corte, Ardemans tendrá que modificar sobre la marcha el conjunto con ampliaciones y añadir la Colegiata destinada a acoger los sepulcros de Felipe V e Isabel, sobre el antiguo emplazamiento de la vieja ermita de San Ildefonso. Las obras, casi constantes, durarán más de veinte años y, más allá de la muerte de Felipe V en 1746, seguirán bajo el impulso de su viuda Isabel Farnesio, principal ocupante del Real Sitio junto con los infantes don Luis y doña Maria-Antonia, futura reina de Cerdeña. Es más, por iniciativa de la reina-viuda, se construye el vecino Palacio de Riofrío para sus cacerías. Pero habría de esperarse el reinado de Carlos III para que La Granja adquiriera su ordenación definitiva.
La temporada hispalense
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El traslado de la corte de Madrid a Sevilla, acaecido en 1725, estuvo causado por el empeoramiento de la depresión nerviosa de Felipe V. Éste se había visto obligado a regresar al trono tras la repentina muerte de Luis I (Madrid, 1707-Madrid, 1724) en agosto de 1724, apenas siete meses después de su abdicación. Las tareas de gobierno resultaron una pesada carga para Felipe V, quien vuelve a manifestar sus intenciones de abdicar. De hecho, la reina tuvo que confiscarle todo el material que pudiera servirle para redactar una renuncia formal a la corona, dejándole sin pluma, tinta ni papel al alcance de la mano, y prohibiendo terminántemente al servicio que le fueran proporcionados. Ante eso, Isabel decide el traslado de la corte a Sevilla, aduciendo razones de salud, y con la esperanza de que las distracciones del viaje le hagan olvidar al rey su obsesión por dejar la corona.
Fue durante los años de estancia de la corte en la ciudad hispalense cuando nace el último de los siete vástagos de Isabel y Felipe V. Se trata de la infanta María Antonia Fernanda (1729-1785) nacida en el Alcázar de Sevilla en 1729, y quien casada con Víctor-Amadeo III de Saboya, se convertirá en reina consorte de Cerdeña y Piamonte entre 1773 y 1785.
Durante los años que duró la estancia de la corte a Sevilla, Isabel se dio cuenta del verdadero alcance de la enfermedad mental de su esposo, que en aquella época denominaban "vapores". La enfermedad se había agravado tanto que había producido en el monarca una profunda depresión nerviosa. Intentando mejorar su estado de salud, Isabel organizó para Felipe agradables estancias por las bellas ciudades andaluzas y sus residencias reales, como en la Alhambra de Granada.
Reina-Viuda, Reina-Madre
Pese a que la historia ha tildado a la reina Isabel de Parma de ambiciosa e intrigante durante los últimos años de vida de su marido, demostró que tenía corazón y podía actuar desinteresadamente. Demostró ser una esposa devota de Felipe V, acompañándole hasta el final de sus días sin separarse jamás de él. Incluso en los momentos difíciles, la reina demostraba su temple y sangre fría cuando Felipe V, preso de ataques de paranoia, creía que pretendían envenenarle, confundía el día con la noche, se negaba a lavarse o incluso a cambiarse de traje hasta que éste caía en jirones que sólo la reina podía remendar.
El fallecimiento de Felipe V, debido a un derrame cerebral, se produjo el 9 de julio de 1746 en el palacio de La Granja. Según testigos presenciales, murió en brazos de su amada esposa Isabel, con quien había compartido el trono durante veintidós años. La subida al trono de su hijastro Fernando VI (Madrid, 1713-Villaviciosa de Odón, 1759) obligó a la reina-viuda a llevar una vida retirada en La Granja, totalmente alejada de la política de la Corte madrileña.
En 1759, Isabel Farnesio tuvo, por segunda vez, que abandonar su tranquilo retiro en el palacio de La Granja. Entre agosto y diciembre de 1759 hubo de hacerse cargo del gobierno de España. La trágica muerte de su hijastro Fernando VI (Madrid, 1713-Villaviciosa de Odón, 1759) la obliga a regresar a Madrid para ocuparse de la regencia en nombre de su hijo Carlos III, en aquel momento rey de Nápoles y de Sicilia, hasta su llegada a España.
Tras la llegada de su hijo Carlos a España, y su subida al trono con el nombre de Carlos III, Isabel se retira de nuevo al palacio de La Granja. Según atestiguaron algunos cortesanos de entonces, allí pasó sus últimos años, aquejada de cataratas, tan llena de achaques y tan gorda que dos personas debían ayudarla siempre y en todos sus movimientos diarios, incluso a levantarse y a sentarse. Para colmo de males, Isabel sufría una progresiva ceguera que le impedía llevar la vida tan ajetreada que siempre había llevado.
Isabel de Parma murió en 1766, con setenta y tres años, cincuenta y dos de los cuales los había vivido en España. Lo más sorprendente es que había presenciado cuatro reinados distintos: El de su marido Felipe V, sus hijastros Luis I y Fernando VI, y su hijo Carlos III. Los cuatro primeros reyes de la dinastía Borbón en España.
El fallecimiento de Isabel, que se produjo en 1766 en el Real Sitio de Aranjuez, coincidió con el conocido motín de Esquilache, una revuelta protagonizada por el pueblo de Madrid entre el 23 y el 26 de marzo de ese mismo año, cuya causa inmediata fue el decreto del marqués de Esquilache, ministro de su hijo Carlos III, que prohibía el uso de la capa larga y el chambergo con el pretexto de que dichas prendas cubrían las caras de los sospechosos de delitos nocturnos.
El último deseo de la reina Isabel de Parma fue que, tras su muerte, su cuerpo reposase junto al de su marido Felipe V. Éste había decidido que sus restos tuvieran descanso en la colegiata del palacio de la Granja, palacio que ellos mismos habían mandado construir y donde según parece habían vivido sus momentos más felices.
De Isabel Farnesio, el rey Federico II de Prusia escribió: "La Reina Isabel Farnese habría querido gobernar al mundo entero; no podía vivir más que en el trono. Se la acusó de haber precipitado la muerte de don Luis, hijo de un primer matrimonio de Felipe V. Los contemporáneos no pueden ni acusarla ni justificarla de este asesinato. El carácter de esta mujer singular estaba formado por la soberbia de un espartano, la tozudez de un inglés, la sutileza italiana y la vivacidad francesa. Andaba audazmente hacia la realización de sus propósitos; nada la sorprendía, nada podía detenerla..."

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domingo, 28 de marzo de 2010

Anastasia Nicolaievna Romanova.


-Anastasia 1904
Anastasia Nicolaïevna Romanova-Holstein-Gottorp, Gran Duquesa de Rusia (Peterhof, 18 de junio de 1901 - Yekatrinburg, 17 de julio de 1918); cuarta hija del zar Nicolás II de Rusia, emperador de 1894 a 1917, y de la princesa Alix de Hessen-Rhin, rebautizada como Alexandra Feodorovna al abrazar la religión ortodoxa rusa. Por parte de padre, Anastasia es nieta del zar Alejandro III de Rusia y de la zarina María Feodorovna (María-Dagmar, Princesa de Dinamarca); por parte de madre, es nieta del Gran Duque Luis IV de Hessen-Rhin y de la Princesa Alice Mary Maud de Gran-Bretaña e Irlanda.
Su padre, Nicolás II, sería destronado en 1917 y forzado a abdicar la corona imperial en su hermano el gran duque Miguel "Misha" Alexandrovich (Miguel IV), consciente de que su joven hijo, aquejado de hemofilia y sin grandes esperanzas de llegar a la edad adulta, no es apto en sucederle. Las causas son varias: la derrota militar rusa frente a Japón y la revolución de 1905 son el principio de la caída del régimen zarista; la desastrosa 1ª Guerra Mundial, en la que se involucra Rusia al lado de Gran-Bretaña y Francia contra Alemania y las Potencias Centroeuropeas, junto con la segunda ola revolucionaria de 1917 (Revolución de Octubre), firman la sentencia de muerte de la Rusia Imperial. A partir de esa fecha, la suerte de la Familia Imperial se asemeja a la de un navío a la deriva, a merced de la tempestad revolucionaria y condenado a naufragar. Al autocrático y desahuciado gobierno zarista, le sucede el Gobierno Provisional del socialista moderado Kerensky, que dispone el arresto domiciliario primero y el alejamiento luego de los Romanov de San Petersburgo con la intención de protegerles de los Bolcheviques, aunque en realidad, los zares y sus hijos son prisioneros. Cuando Lenin, líder de los Bolcheviques consigue tumbar el Gobierno de Kerensky, la suerte de la Familia Imperial se ennegrece aún más.
200px-Nicholas_II_of_Russia_painted_by_Earnest_Lipgart                                 Nicolás II de Rusia.
A raíz de la brutal ejecución de la Familia Imperial en los sótanos de la Casa Ipatiev, en la localidad de Yekaterinburg (17 de julio de 1918), nació el rumor de que la gran duquesa Anastasia habría sido salvada por un soldado bolchevique, partícipe de la matanza, y trasladada a Rumanía en el mayor anonimato. De ahí a su súbita aparición en Berlín, a punto de suicidarse en el Spree; surge entonces y gracias al silencio sistemático del Gobierno Ruso sobre la verdadera suerte de la Familia Imperial Rusa, el enigma más controvertido, tenebroso y apasionante de la Historia del Siglo XX.
Anastasia y la Familia Imperial
En 1901, al alba del convulso siglo XX, un 18 de junio nace la última hija de los zares Nicolás II Aleksandrovich y Alexandra Feodorovna de Rusia en el Palacio Imperial de Peterhof. Le precedían en ese orden sus hermanas Olga, Tatiana, María y le seguiría un hermano, el último hijo de la pareja imperial nacido en 1904, llamado Aleksei Nicolaïevich (Alexis) y destinado a ser el heredero del Trono de Todas las Rusias...
Una peculiaridad sobre nuestra protagonista: sufría de una desviación en el 1er dedo del pie al nacer, denominada médicalmente "hallux valgus" pero, en lenguaje de calle, se le denomina popularmente "juanete".
Ya antes del nacimiento de su hermano Alexis, Anastasia y el resto de la Familia Imperial se instaló en el vasto Palacio Aleksandr, ocupando, junto con María, una de las doscientas habitaciones palatinas reservadas a la familia; en una habitación contigua estaban sus dos otras hermanas Olga y Tatiana.
Eso no presuponía, evidentemente, que la Familia Imperial dejase de residir puntualmente en el titanesco Palacio de Invierno de San Petersburgo, a orillas del Neva. Pero, tanto Nicolás II como Alexandra y sus hijas, odiaban esa residencia oficial por varias razones que se nos antojan lógicas y aceptables: demasiado grande, demasiado gélido (las corrientes de aire eran insoportables en los grandes apartamentos oficiales), demasiado húmedo (el hedor producido por la humedad se impregnaba y enranciaba el ambiente, el mobiliario y la ropa) y, demasiado peligroso. Las condiciones de vida en palacio eran tan precarias e insalubres que era fácil enfermar con sólo beber agua del grifo y pillar la tiña. Por las noches, las camas estaban infestadas de chinches y las cucarachas campaban a sus anchas, lo que convertía el simple hecho de dormir en una auténtica pesadilla. Ya en tiempos del zar Nicolás I, a mediados del siglo XIX, el Palacio de Invierno ardió y tuvo que ser reconstruido, pero lo más grave era la accesibilidad descontrolada de la gente por las estancias palatinas anulando cualquier medida de seguridad en una época en que el movimiento anarco-terrorista sacudía la cotidianeidad de la Familia Imperial. Qué mejor ejemplo hay, citando la anécdota en la cual unos anarquistas que se habían colado hasta los aposentos imperiales, pusieron una bomba en el comedor de los zares; al estallar, hundió todo el piso en un momento en el cual, por fortuna, la Familia Imperial había abandonado por los pelos la estancia. El susto, aunque huelga decirlo, fue de "muerte".
Con tales antecedentes, era obvio que la Familia Imperial prefiriera residir en el Palacio Aleksandr, mucho mejor situado y seguro para ella. Allí, la tranquilidad estaba asegurada y la residencia ofrecía ventajas como la lejanía del núcleo urbano, la pureza del aire y una gran calidad de vida para sus habitantes. En palacio, la seguridad del zar y de su familia era más fácil de llevar a cabo eficazmente por la Guardia Imperial y la policía, y las comunicaciones con la capital estaban aseguradas por la línea del ferrocarril privado del zar que cubría el trayecto de Tsarskoie Selo a San Petersburgo en 10 o 15 minutos de reloj. En su defecto, se contaba con la flotilla de automóviles del zar para cualquier desplazamiento de la Familia Imperial.
150px-Empress_Alexandra_Feodorovna_-1907_-1                           Alexandra  Feodorovna 1907.
En verano, la Familia Imperial embarcaba a bordo de su yate, el Standart, para iniciar su crucero anual tradicional en el golfo de Finlandia y por el Báltico. Incluso iban cada año a pasar una temporada en Polonia, donde el zar tenía a modo de residencia veraniega el Palacio de Spala, totalmente construido en madera; allí, Nicolás II gustaba de pasar sus días de relax cazando con amigos y parientes. Las estancias de la Familia Imperial Rusa en Spala se interrumpieron justo después del fatal accidente sufrido por el zarevich Alexis, que casi le cuesta la vida en 1912. A partir de ese momento tan angustiante para la emperatriz Alexandra, ésta rehusó volver a Polonia. A Spala se le prefirió Yalta, la finca imperial de Livadia (Crimea, a orillas del Mar Negro) donde la Familia Imperial tenía un palacio de verano desde tiempos del abuelo Alejandro III. Allí, la Familia Imperial gozaba de una libertad de movimiento que se sabía imposible en San Petersburgo; les permitía incluso ir de tiendas y dar largos paseos sin miedo a ser molestados o amenazados por algún terrorista. A tal punto estaban tranquilos, que se podían ofrecer el lujo de dormir a pierna suelta con las ventanas abiertas.              
Russian_Royal_Family_1911_720pxDe izquierda a derecha y rodeando al zar Nicolas II: Olga, María, la zarina Alexandra, Anastasia, el zarevich Alexis y Tatiana.


Con el tiempo, y descubriéndose que el heredero estaba aquejado de una fatal enfermedad llamada hemofilia que se cebaba sobretodo en los varones (heredada de su madre, portadora, y sufrida ya anteriormente en la Familia Gran-Ducal de Hessen-Rhin), los zares dispusieron ocultar a ojos de los rusos aquella trágica circunstancia permaneciendo en su residencia lejos de la capital: en el Palacio Aleksandr (o Palacio Alexander), en la localidad de Tsarskoie Selo. Allí, los soberanos y sus hijos podrían vivir en la mayor intimidad y familiaridad posible, lejos de los curiosos y del agobio constante que suponía vivir de manera pública y oficial las 24 horas en la capital. También se haría más llevadero el crecimiento del zarevich bajo la atenta mirada de su madre y la vigilancia de los médicos de la corte.
De hecho, el carácter poco sociable de la emperatriz requería un tipo de vida menos "oficial". El drama que supuso ver a su hijo padecer la misma enfermedad que mató a uno de sus hermanos, acrecentó aún más el aislamiento de Alexandra y su delirante misticismo. Resumiendo, la madre de Anastasia no era precisamente la alegría de la familia: se autoculpaba de la dolencia de su hijo y vivía en una permanente ansiedad, temiendo que en cualquier momento Alexis sufriera un fatal percance.
Por otro lado, y según los recuerdos dejados por la gran duquesa Olga Alexandrovna, muy cercana a sus sobrinas, las hijas de la pareja imperial, la infancia de la prole imperial no era precisamente un lecho de rosas. Lejos de disfrutar de la opulencia y del confort de los adultos, se vieron tempranamente sometidos a un régimen por lo menos espartano: habitaciones amuebladas según la más absoluta funcionalidad y de una sencillez chocante; camas de hierro con colchones delgados y reforzados con rígidas planchas de madera; baño matutino a la inglesa, es decir, con agua fría y desayunos continentales al más puro estilo británico eran su pan de cada día. Aparte de los estudios de rigor, el ejercicio físico era diario y al aire libre (sobretodo la equitación), todo bajo la férrea disciplina de sus tutores y profesores que no solían hacer concesiones. Este sistema educativo tan "british" se debía a la difunta emperatriz Maria Alexandrovna, consorte del zar Alejandro II (nacida Princesa Gran-Ducal Maximiliana Wilhelmine Marie de Hessen-Rhin, 1824-1880), quien lo introdujo en la corte rusa y lo impuso a sus hijos.
1901 Olga, Tatiana y Maria                            1901 Olga, Tatiana y María.
Pese a todo, para sus hijas e hijo sobretodo, la emperatriz Alexandra quiso dulcificar la cotidianeidad de éstos en la medida de lo posible. Las habitaciones se habían decorado especialmente para los niños, con cómodos sofás y mullidas camas, poniendo papel pintado en las paredes para dar más calor a las estancias aunque el mobiliario era básicamente funcional y sencillo. Se había habilitado un pequeño teatro de marionetas para el zarevich, y un cuarto de juegos. Disponían incluso, en un islote del vasto parque del recinto palatino, de una casa de muñecas dónde las gran duquesas podían jugar a cocinitas y elaborar sus propios pasteles, o divertirse con los conejos que vivían en absoluta libertad por aquellos parajes. La emperatriz ofreció, en cierto modo, una vida mucho más familiar y cariñosa a sus retoños de lo que hasta ahora se conocía en la Familia Imperial Rusa. Quizá la vida matrimonial de los zares, que se desarrollaba en un ambiente idílico, dio pie a que el núcleo familiar mejorase mucho; Nicolás y Alexandra se adoraban y amaban como desde el primer día en que se conocieron. Dicho esto, la excelente cohabitación y compenetración entre marido y mujer no supuso un obstáculo para que Nicolás echase, de cuando en cuando, una canita al aire cuando iba de viaje oficial a París o Londres... Eran infidelidades puntuales y sin consecuencias. 

olga                                                   Olga.
La hija mayor de los zares, la gran duquesa Olga (nacida un 3 de noviembre de 1895, en Alexander Palace), era una muchacha alta, esbelta, rubia y de ojos azules con hermoso semblante; muy parecida a su madre. Era aficionada a leer todos los periódicos y revistas de moda, incluso los que trataban de temas políticos. Era la intelectual de la familia. Inquieta y nerviosa de naturaleza, le gustaba tomar sus distancias dentro de la familia y lejos del resto de sus hermanas. Disfrutaba de sus largos ratos de soledad y gozaba de una especial relación con su padre el zar, con quien parecía entenderse mejor que con su madre. De hecho, le gustaba estar en el despacho de su padre y asistirle como una secretaria, ordenando sus papeles y libros. En un momento en que ya se hablaba en la familia de que estaba en edad de casarse, se barajó la posibilidad de que fuera con el Príncipe Heredero de Rumanía, Carol. Olga, al enterarse de los planes de sus padres, montó en cólera y se negó en redondo a aceptar la idea de matrimoniar con un príncipe extranjero. Olga deseaba, por encima de todo, casarse con un ruso y quedarse en Rusia, junto a su familia.
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Tatiana (nacida el 29 de mayo de 1897), compartía habitación con Olga; ambas tenían un grado de confianza tal que las hacía casi inseparables. Tatiana pasaba por ser la más bella de las cuatro hijas de Nicolás II y Alexandra: una belleza morena de ojos color avellana, y la más elegante. De carácter frívolo y disperso, le apasionaba la moda y los vestidos elegantes. Insistentes rumores pretendían casarla en un futuro con el Príncipe de Gales, "David" -futuro Eduardo VIII-, eventual sucesor del rey Eduardo VII de Gran-Bretaña.Maria
María, compañera de cuarto de Anastasia, no desmerecía en cuanto a aspecto físico: rubia y de ojos azules, era igualmente hermosa y encantadora; formaba equipo con su hermana para jugar a tenis. Incluso aún menor de edad, su bisabuela la reina Victoria I de Gran-Bretaña acariciaba la idea de casarla con Lord Louis Mountbatten...
alexeircolorpic1 Alexis o Aleksei, el último y único hijo varón de la pareja imperial, nació el 30 de julio de 1904 en Peterhof. Fue el niño tan ansiado por el matrimonio después de numerosas tentativas que solo produjeron niñas. Sus padres le apodaban "Baby" o "Sunshine" (rayo de sol). En lo físico, acabó pareciéndose tremendamente a la familia de su madre: cabello rubio ceniza con un par de hermosos y azulados ojos que recordaban al padre de la emperatriz, el gran duque Luis IV de Hessen-Rhin. Por desgracia, fue la víctima inocente de un mal incurable: la hemofilia, enfermedad sanguínea que le impedía que su sangre se coagulase normalmente. El responsable de dicha dolencia era un gen transmitido por la reina Victoria I de Gran-Bretaña a sus hijas, que fueron las portadoras que no las víctimas de dicho mal y que, a su vez, lo transmitieron a sus hijos varones habidos con otros príncipes de otras casas reales europeas. Porque, curiosamente, la hemofilia atacaba exclusivamente al sexo masculino.

Existió una especial relación entre el zarévich y su hermana Anastasia, sin duda por cuestión de edades (Anastasia había nacido tres años antes que él) y de compatibilidad de carácter en el momento de los juegos infantiles. Alexis tenía especial predilección por dos de sus numerosos juguetes: una canoa indioamericana y su correspondiente tienda india.
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Las aficiones y los gustos de Anastasia eran: tocar la balalaika con su hermano Alexis, escuchar discos en el gramófono, leer, jugar con sus perros Shvybzyk y Jimmy, perfumarse con esencia de violeta, tomar el sol, tomar fotografías con su cámara Kodak, ver películas con su familia en el salón semi-circular de palacio los sábados por la noche, ir de picnic y hablar por teléfono.
En la familia le han dado el cariñoso apodo de Nastya, incluso Nastas o Nastenka por sus más allegados parientes. Educada por un preceptor suizo, Pierre Gilliard, como el resto de sus hermanas y hermano, es sabido que se llevaba de maravilla con María y, por esa gran afinidad, a ambas se les apodaba "el Pequeño Par". Más aún, a las cuatro hermanas se les conocía por el acrónimo de OTMA, ensamblaje de sus respectivas iniciales.
Anastasia es conocida por ser un poco "chicarrona", de comportamiento más masculino que femenino. En su adolescencia, pasaba por ser traviesa, ruidosa, bromista, sarcástica, activa, movida, sonriente y feliz. A la inversa de sus tres hermanas, su comportamiento está lejos de ser principesco. Suplicó a su madre, aunque sin éxito, que la escolarizaran en un instituto para hacer amigas de su edad e incluso soñaba con hacer una carrera de actriz de teatro para mayor desespero de su progenitora.
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Juzgada muy inteligente pero poco estudiosa, estaba dotada de un excelente sentido del humor y le encantaban las bromas sarcásticas. Rehusando tomar sus clases de alemán, lengua nativa de su madre, prefería entablar conversaciones en francés con su profesor suizo. Colmo de sus travesuras: iba frecuentemente a fumarse los cigarrillos robados de la pitillera de su padre, a escondidas con su hermana mayor Olga.
Las únicas molestias físicas que le eran conocidas fueron los ardores de estómago y su desviación ósea en el pie derecho, que le daban tremendos problemas y molestias a la hora de calzarse.
 
En agosto de 1914, cuando Anastasia cuenta 12 años de edad, estalla la Primera Guerra Mundial en la que Rusia se enfrenta a Alemania y el Imperio Austrohúngaro al lado de Francia y Gran-Bretaña. Pronto llegan avalanchas de soldados malheridos evacuados del frente, y la Familia Imperial se muda al Palacio de Peterhof. La emperatriz y sus hijas Olga y Tatiana se enrolan como enfermeras de ocasión para atender a los soldados que son traídos al hospital militar de Feodorovsky, en las inmediaciones de Tsarskoie Selo. Anastasia iría ocasionalmente a visitar a los soldados heridos, de la mano de sus hermanas mayores y de su madre.
Por otro lado, a las iniciales victorias del ejército ruso suceden derrotas y retrocesos por culpa de un deficiente equipamiento y mantenimiento de las tropas imperiales. La desmoralización empieza a hacer mella en el ejército y Nicolás II, en un intento de enderezar la situación, toma la decisión de partir al frente para dirigir en persona a las tropas. La regencia es entonces asumida por la emperatriz Alexandra quien sigue, erróneamente, los consejos del místico Grigori Yefimovich Rasputin y permite que se inmiscuya en casi todos los asuntos de Estado. La actitud de Rasputin acaba por levantar ampollas en el entorno del ejército, en el Consejo de Ministros y en la corte rusa, fraguándose una conspiración contra el starets de perniciosa influencia. En diciembre de 1916, el gran duque Dimitri Pavlovich de Rusia y el Príncipe Félix Yusupov llevan a cabo el asesinato de Raspútin en el palacio del segundo.
          Aleksey con uniforme militar.                               Aleksey con uniforme militar.

Pero la situación en el frente se degrada rápidamente y las derrotas rusas empeoran aún más la tensa situación política. Las navidades de 1917 y el Año Nuevo se celebran en un ambiente deprimente y angustioso en el seno de la Familia Imperial. En febrero, las primeras revueltas populares sacuden los cimientos de la monarquía, y se multiplican los motines en Petrogrado por culpa de la hambruna y de la carestía de los artículos básicos.
Pronto, el caos se adueña de la situación cada vez más confusa que reina en ese momento. El gobierno pierde progresivamente el apoyo de todas las clases sociales y de los estamentos políticos. Al final, la Duma acaba exigiendo al zar que abdique la corona y que se retire junto a su familia, para dar paso a un gobierno provisional que deberá enderezar la situación y terminar una guerra que, a todas luces, se ha perdido contra Alemania.
El hombre fuerte del momento es entonces Aleksandr Kerensky quien, sin vergüenza alguna, además de asumir la dirección del gobierno reemplazando al Príncipe Lvov, se instala en el Palacio de Invierno y en los aposentos del zar, apropiándose de sus coches y de sus efectos personales. Será Kerensky quien dictamine la orden de arresto domiciliario contra Nicolás II y la Familia Imperial, en su residencia del Palacio Aleksandr. Tanto el zar como su familia pasan a ser, de la noche a la mañana, prisioneros del gobierno provisional. Kerensky no esquivaría la oportunidad de rendir visita a los ilustres presos de Alexander Palace, aunque si se ahorraría oportunamente el presentar formalmente sus excusas por apropiarse indebidamente de lo que pertenece a Nicolás II y a la Familia Imperial. El encierro bajo estrecha vigilancia iba a durar no menos de cinco meses.
Anastasia tiene entonces 15 años de edad.
 Alexéi Nikoláyevich  jugando con las perlas de su madre la zarina.                   Aleksey jugando con las perlas de su madre.  
En ese momento, la prensa rusa da rienda suelta a una campaña difamatoria contra la Familia Imperial, especialmente contra la zarina Alexandra, a la que se acusa de haber tenido como amante a Raspútin. La opinión pública, si se le puede llamar así en aquella época en que la mayoría de los rusos eran unos analfabetos facilmente manipulables por la propaganda, odiaba a la emperatriz por dos razones: por ser alemana y por haber tenido a su lado a un iluminado que metió mano en los asuntos de Estado, soliviantando a muchos rusos. Nicolás II tampoco sale bien parado en la prensa: se le tacha de asesino, cruel y sanguinario; aún permanece vivo el recuerdo del "Domingo Rojo" de 1905, en el cual los manifestantes fueron tiroteados por las tropas imperiales al llegar hasta las puertas del Palacio de Invierno. Su fracaso militar frente a Japón y luego el haber involucrado a Rusia en una guerra mundial que no ha hecho más que empeorar la situación de los rusos (centenares de miles de muertos en el frente, hambruna, escasez y carestía), tanto en las grandes ciudades como en el campo.
Anastasia con su marido,Federico Francisco de Mecklmburgo.Anastasia con su marido, Federico Francisco de Mecklmburgo.

El 1 de agosto de 1917, Nicolás II y la Familia Imperial es conminada a hacer sus maletas y a abandonar el Palacio Aleksandr. Los suben bajo escolta al tren imperial camino de Siberia; Kerensky ha decidido que los zares y sus hijos estarán más seguros en Tobolsk, lejos de la efeverscencia revolucionaria. Antes de separarse de sus ilustres prisioneros, Kerensky resume la situación a Nicolás II:
-"Los bolcheviques quieren mi cabeza, pronto querrán la suya y después... la de su familia!"
La Familia Imperial sería asignada a residencia en la antigua casa del gobernador de la ciudad, siempre bajo vigilancia. De la casa tan solo salen en raras ocasiones para acudir a los servicios religiosos que aún se siguen dando en la iglesia de la localidad.
Ante la escasez reinante, los regios prisioneros se ven sometidos a todos los rigores siberianos posibles. Poca comida y un frío tremendo que, sumados a la inactividad impuesta, pesan mucho sobre el ánimo de Nicolás II y de su familia. Pero lo peor está aún por venir...
anastasia_y_alexei                                   Anastasia y Alexei.

Estando en Tobolsk, el gobierno de Kerensky es derribado para dejar paso a los comunistas radicales de Vladimir Ilich Ulianov apodado "Lenin", más conocidos como "bolcheviques". La situación de los prisioneros de Tobolsk cambiará radicalmente, cuando los bolcheviques se hacen cargo de ellos.
En abril de 1918, un oficial bolchevique al mando de una tropa, toman bajo su responsabilidad a Nicolás II y su familia. En mayo, se ordena entonces el traslado de la Familia Imperial a la ciudad minera de Yekatrinburg, en los Urales. Son alojados en la casa de un ingeniero de minas llamado Ipatiev (de ahí el nombre de "Casa Ipatiev"), que le fue previamente confiscada por los bolcheviques. Una vez allí, el trato a los prisioneros se vuelve vejatorio por parte de los soldados; éstos se emborrachan asiduamente y se dedican a robarles sus enseres personales, además de privarles de comida y llevar la vigilancia hasta límites humillantes, como acompañarles al baño y meterse dentro con ellos. Llegan incluso a pintar las ventanas para evitar que vean lo que pasa en el exterior, y rodean la casa con altas empalizadas.
Tanto Nicolás como Alejandra no se hacen ilusiones sobre su suerte, y se resignan a lo peor, entregándose a leer la biblia con sus hijos y a orar.
La noche del 17 al 18 de julio, el oficial bolchevique Yurovsky despierta a la Familia Imperial con urgencia para ordenarles que bajen al sótano con un falso pretexto de amenaza exterior y dejando entrever que se han de preparar para partir... El desenlace es de sobras conocido.
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                             La tía Olga Alexandrovna

En la intimidad familiar del Palacio Aleksandr, aparecería prontamente una tía: la gran duquesa Olga Alexandrovna, hermana menor de Nicolás II y la artista de la Familia Imperial (era pintora, y tremendamente buena por cierto). La princesa en cuestión, se había casado por conveniencia en agosto de 1901 con un príncipe alemán perteneciente al Gotha Europeo: el duque Pedro Alexandrovich de Oldenburgo y el matrimonio jamás llegó a consumarse. La persona que hizo de celestina para casar a Olga con Pedro fue, ni más ni menos que la propia madre de la novia: la emperatriz viuda Maria Feodorovna (Maria-Dagmar de Dinamarca, viuda del zar Alejandro III); en cierto modo, la emperatriz viuda había forzado aquella boda que, al fin y al cabo, se tradujo en un sonado fracaso: el novio era homosexual, y su condición era sabida de todos en San Petersburgo porque nunca se escondió de ello. No es de extrañar que la gran duquesa Olga se resistiese inicialmente a actuar en semejante comedia. Se sentía ridícula, engañada y desgraciada. Pero en 1903, aparece en su vida un hombre apuesto y seductor, el coronel Nikolai Aleksandrovich Kulikovsky, presentado por su hermano el gran duque Miguel Alexandrovich "Misha", en el curso de una revista militar en Pavlovsk; es el flechazo y surge el idilio amoroso entre la gran duquesa y el apuesto coronel. Sin más dilación, y con sus 22 primaveras a cuestas, Olga pondrá sobre la mesa los hechos y reclamará el divorcio inmediato. Su hermano Nicolas II, creyendo que el idilio de su hermana es tan solo un capricho pasajero, le concede una especie de separación amigable por espacio de siete años sujeta a revisión, pero no se aborda literalmente el divorcio. Hay que guardar las apariencias de cara a la galería. Para colmo, el propio marido de Olga toma a su servicio y en calidad de ayuda-de-campo a Kulikovsky, alojandole en casa. La relación de la gran duquesa Olga con el coronel Kulikovsky era un secreto fuera del ámbito estrictamente familiar; algunos parientes próximos estaban informados del asunto pero nunca mostraron su desaprobación... quizás porque Olga hacía gala de mucha discreción y porque el duque Pedro de Oldenburgo lo consentía ciertamente aliviado.
Aquí vemos a las dos mayores, Olga y Tatiana, con su prima Elisabeth de Hesse, Aquí vemos a las dos mayores, Olga y Tatiana, con su prima Elisabeth de Hesse.
Como Olga residía en el Palacio Imperial de Catalina, en Tsarskoie Selo, residencia próxima al Palacio Aleksandr (residencia de Nicolás II y Alexandra), formaba parte del restringido cenáculo de la pareja imperial y se convirtió en la compañera de juegos de las hijas de los zares, sus sobrinas, y en particular de la gran duquesa Anastasia, a quien apodaba familiarmente "Shvibzik" (como a su perro) por ser especialmente traviesa y pícara. Tal fue el nivel de conexión entre Olga y sus sobrinas, que llegó a llevárselas consigo a casi todas las fiestas oficiales, bailes y eventos cortesanos de San Petersburgo que se celebraban, sacándolas del agobiante y opresivo ambiente matriarcal impuesto por la emperatriz Alexandra, que pecaba de protectora con su prole, sobretodo con el zarevich Alexis por las razones que sabemos.
Al estallar la gran guerra en 1914, el amante de la gran duquesa Olga, Kulikovsky, fue destinado al regimiento que se encargaba del frente ruso en la frontera suroeste del Imperio. Por otro lado, dada la práctica formación de enfermera y de sus nada despreciables conocimientos médicos, la gran duquesa Olga tomó la decisión de partir con su propio regimiento (El Regimiento de Húsares Akhtyrsky) y las Hermanas de la Caridad a Proskurov. En el primer año de conflicto, Olga llegaría a servir a los soldados rusos en el frente austríaco, en primera línea de fuego. Tal hazaña le mereció el reconocimiento de su hermano el zar quien la premió con la condecoración de la Orden de San Jorge, por sus heroicos actos.
En 1916, Nicolas II anularía oficialmente el matrimonio de su hermana Olga con el duque Pedro de Oldenburgo. Poco después, daría su bendición a ésta para casarse morganáticamente con Kulikovsky el 14 de noviembre del mismo año en la iglesia de San Nicolás de Kiev (Ucrania). El primer hijo de la pareja nacería el 12 de febrero de 1917, en Crimea. Poco después, la Revolución echa por tierra el gobierno zarista, y la gran duquesa Olga es hecha prisionera junto a su madre, la emperatriz viuda Maria Feodorovna y su hermana la gran duquesa Xenia Alexandrovna por los revolucionarios. Sin más dilación, las tres mujeres son condenadas a muerte por los consejos revolucionarios de Sebastopol y de Yalta. Afortunadamente, durante las discusiones políticas entre las dos facciones revolucionarias (mencheviques y bolcheviques), las prisioneras son olvidadas y aparecen las tropas alemanas en noviembre de 1918, ocupando la provincia junto con el Ejército Blanco Ruso (leal al zar y contrarrevolucionario), que las liberan inmediatamente. Asegurada la zona, Olga, su madre y su hermana consiguen escapar a bordo del HMS Marlborough,un navío británico enviado expresamente por el rey Jorge V para rescatarlas de Crimea.
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Es de boca del capitán británico y por carta del rey Jorge V, que la emperatriz viuda y sus hijas se enteran de los asesinatos de sus hijos, hermano, cuñada y sobrinas, amén de muchos otros de sus parientes a manos de los bolcheviques. Ignoran aún el paradero incierto del gran duque Miguel "Misha", cuando en realidad ha sido brutalmente asesinado en Perm el 12 de junio de 1918, porque los bolcheviques temían que los Romanov volviesen al poder...
Sin embargo, Olga rehusará como su marido abandonar Rusia y se instalarán ambos en Novominskaya, pueblo cosaco aún libre de la avanzadilla bolchevique. Allí alquilan y ocupan una granja en la primavera de 1919, y nace su segundo hijo. Es entonces cuando el círculo monárquico del Ejército Blanco propone a la gran duquesa Olga ser oficialmente proclamada y coronada "emperatriz" de Rusia, al confirmarse la desaparición de sus hermanos Nicolas II y Miguel IV, ya que para ellos es la última heredera al trono que queda con vida. Olga declinará la oferta y optará por dejar Rusia para refugiarse en tierras más seguras: el Ejército Rojo le pisa los talones y le ha convertido en su principal objetivo. Perseguida, Olga se resuelve por fin a abandonar su país para siempre.
Olga y su pequeña familia consigue refugiarse en casa del cónsul de Dinamarca, tras dejar atrás Rostov. Tras una breve estancia en la residencia del cónsul danés, embarcan para la Isla de Büyükada en los Dardanelos, cerca de Istambul (Turquía).
anastasia3                                          Anastasia.
Refugiada en Belgrado, Olga recibiría la visita del regente Alexander Karageorgevich -futuro rey Alejandro I de Yugoslavia-, quien le ofrecería instalarse en una de las fincas regias que tiene a disposición en territorio austro-húngaro; pero la invitación es finalmente declinada por Olga quien recibe un mensaje de su madre conminándola a reunirse con ella en Dinamarca. Hija y madre se reúnen finalmente en tierra danesa pero, pocos años después, la emperatriz viuda fallece el 13 de octubre de 1928.
 
Nicolás II Alexandrovich Romanov-Holstein-Gottorp (Tsarskoie Selo, 1868 - Yekaterinburg, 1918), Emperador y Zar de Rusia de 1894 a 1917. Hijo del zar y emperador Alejandro III (1845-1894) y de la Princesa María Dagmar de Dinamarca (1847-1928) -emperatriz Maria Feodorovna de Rusia-, era el mayor de seis hermanos, los grandes duques Alejandro, Jorge, Miguel "Misha", Xenia y Olga Alexandrovn.
Al morir su progenitor, el 1 de noviembre de 1894, Nicolás II ascendía al trono ruso a la edad de 26 años, lamentándose: "No estoy preparado para ello. Ni siquiera sé cómo hablar a mis ministros!"
Según comentaría muchos años después su hermana la gran duquesa Olga a un periodista: "Tampoco estaba en condiciones de ayudarle Alix, su prometida. Estaba desesperado. No dejaba de decir qué sería de todos nosotros, que estaba enteramente incapacitado para reinar... Nick (Nicolás II) había sido adiestrado como soldado. Habrían tenido que enseñarle el arte de gobernar y no lo hicieron. La culpa fue de mi padre. No sabría decirle a usted por qué..."
Durante años, Alejandro III había estado refunfuñando acerca de la falta de madurez de su hijo; Nicolás parecía no acabar nunca de convertirse en hombre. La emperatriz, por otro lado, le adoraba y aceptaba tal y como era; contaba ya con más de 20 años, y seguía tratándole como a un adolescente. Huelga decir que la emperatriz madre era dominante con él y estaba acostumbrada a mostrarle los pasos a seguir en todo. Incluso muerto el zar Alejandro III, su viuda Maria Feodorovna seguía sencillamente dando órdenes, disponiendo e imponiendo obediencia. La propia Alix de Hessen-Rhin, que acudió al Palacio de Livadia para estar junto a su prometido en un momento tan triste, se quedó asombrada e indignada al ver que nadie hacía caso a Nicolás; todo el mundo recurría a la emperatriz viuda para cualquier cosa. Fue entonces cuando Alix empujó a su prometido a imponerse, y que trató de romper el vínculo que unía la madre al hijo. Por tomar una postura contraria y por mostrarse beligerante, Alix se hizo francamente antipática a ojos de su suegra (y, a la larga, al resto de la Familia Imperial Rusa).
el bebé Alexei                              La familia con el bebe Alexei.
La llegada de la novia de Nicolás II en un momento tan fúnebre como el deceso del zar Alejandro III, fue bastante mal acogida entre la Familia Imperial y la corte rusa: "Llega detrás de un ataúd; ella nos traerá la desgracia" murmuraban los agoreros.
Presentes los Príncipes de Gales, Eduardo y Alexandra de Dinamarca (hermana de la emperatriz viuda) -futuros reyes de Gran-Bretaña e Irlanda-, junto con Lord Carrington a las exequias fúnebres del fallecido zar Alejandro III, vieron anonadados cómo la viuda tiranizaba a su hijo y nuevo emperador. Apenas permitió ésta una interrupción del duelo para que Nicolás II pudiese contraer matrimonio religioso con Alix, rebautizada en Alexandra Feodorovna, al abrazar la religión ortodoxa, que les obligó a que permaneciesen junto a ella porque, caprichosamente, le disgustaba que la dejasen sola. La entonces prevista luna de miel a Tsarskoie Selo no pudo ser, y Nicolás II tuvo que permanecer en el Palacio Anichkov y dormir en su antiguo cuarto de soltero, que había compartido desde la infancia con su hermano Miguel, mientras que Alix tenía la suya propia.
De hecho, la emperatriz viuda no permitió a su hijo y a su nuera establecer su propio hogar hasta pasados 6 meses después de la muerte de Alejandro III. Afortunadamente, y aprovechando un viaje de la emperatriz Maria Feodorovna a Copenhague (su patria natal) en mayo de 1895, los esposos pudieron trasladarse al Palacio de Peterhof y, de allí, al Palacio Aleksandr de Tsarskoie Selo que, a la larga, sería su residencia fija hasta 1917.
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No nos ha de sorprender entonces que el Príncipe de Gales juzgase a Nicolás II tan "flojo como el agua". Ni siquiera el propio interesado intentó esconder su miedo al sentir que debía gobernar un imperio de 133.000.000 de almas, y hablaba abiertamente de su subida al trono como de la "tarea que siempre he temido".
En 1894, Rusia disfrutaba de un moderado auge industrial gracias a la política de Sergei Witte. Sin embargo, el precio mundial de los cereales estaba a la baja y el descontento del campesinado iba creciendo. La controversia política hervía peligrosamente bajo la superficie, y la gente, en todas las comarcas del Imperio, reclamaba a voces un gobierno parlamentario y una prensa libre.
Muchos miembros de la Intelligentsia esperaban de Nicolás II que siguiese la trayectoria ejemplar y liberal de su abuelo el zar Alejandro II, pero como bien supo discernir el Príncipe de Gales, el nuevo emperador tenía una adhesión servil a las ideas autocráticas y a los exagerados prejuicios de su padre, amén de su total falta de sentido mundano. Si bien se veía venir una revolución, como hecho inevitable y predecible, el Príncipe de Gales mantenía la esperanza de que Nicolás II salvaría su corona de la hecatombe si, por fortuna, abriese los ojos y se moviese al ritmo de los tiempos. Por desgracia, lo único que interesaba a Nicolás II era comportarse del modo que su "querido papá, que era un santo", hubiese aprobado.
las grandes duquesas de Rusia
El tono lo dió cuando recibió a los dignatarios del Imperio en el Palacio de Invierno, aclarando a todos y a cada uno de ellos, que rechazaba de plano cualquier forma de gobierno templado por ser un "sueño absurdo", declarando que él mantendría, para el bien de toda la nación, el principio de la autocracia absoluta, con la misma firmeza y decisión con que lo había hecho su difunto y llorado padre. Aquel discurso sentó como una bofetada para todo el mundo.
Desde aquel momento, todos los elementos liberales del país se conjuraron para luchar contra el emperador.
Por fin instalados en el Palacio Aleksandr (o Palacio Alejandro), en Tsarskoie Selo, los flamantes zares pudieron empezar a ponerse manos a la obra para fundar su propia familia. Alexandra Feodorovna, que al principio no escatimaba las alabanzas a su "madre querida" (su suegra), llegó a sentirse agraviada por aquella mujer caprichosa y egoísta que trataba al zar como a un muchacho sujeto aún a la patria potestad. Los labios sellados de Alexandra y su semblante carente de sonrisa, no habían pasado inadvertidos a la emperatriz viuda. Pronto, las esposas de los cuatro tíos de Nicolás también se dieron cuenta de la actitud glacial de Alexandra; a su vez, comenzaron a criticar a la zarina por su naturaleza fría, su escaso gusto en el vestir, su poco dominio de la lengua rusa y su total carencia de sentido del humor. Ciertamente, solamente cuando estaba a solas con Nicolás, Alexandra sabía ser afable. Lejos de ser fría, tenía una naturaleza impulsiva, apasionada, y correspondía con ardor al ferviente amor que su marido le profesaba.
_anastasia                                             Anastasia.
Sin embargo, los flamantes y felicísimos esposos parecieron estar marcados por la fatalidad desde el principio. Ya al día siguiente de la solemne y pomposa coronación de Nicolás II y Alexandra en Moscú, se produjo una sangrienta tragedia que nos recuerda inmediatamente a otra pareja histórica, Luis XVI y Maria-Antonieta. Según rezaba la costumbre, el zar, al ser coronado, ofrecía regalos al pueblo en un espacio abierto a las afueras de la ciudad moscovita para la distribución de los obsequios. Se eligió entonces el campo de Khodinka, que se utilizaba normalmente para la instrucción militar y para maniobras, sembrado de irregularidades y zanjas. Pese a la poca idoneidad del lugar, el gran duque Sergio, entonces gobernador de Moscú, aprobó el proyecto a sabiendas de que se esperaba una afluencia de unas 500.000 personas procedentes de todas partes del país. Para asegurar el lugar, tan solo destinó un escuadrón de cosacos y un reducido destacamento de policía para mantener el orden. De pronto se produjo una estampida de gentes tras correr el rumor de que no habrían suficientes regalos para todos; el campo de Khodinka se convirtió en un enorme gentío dando traspiés, gritando, ahogándose y pateando. El balance se tradujo en más de 4.000 personas que murieron literalmente pisoteadas.
En un desesperado intento de esconder el trágico incidente, antes de que llegase la comitiva imperial al lugar, los organizadores requisaron las carretas y carromatos de los campesinos para apilar en ellos los cadáveres sembrados por el suelo y llevárselos lejos. Faltándoles tiempo, levantaron entonces el pavimento del pabellón imperial, desde el cual los emperadores con sus invitados iban a contemplar el festival, y metieron debajo de éste montones de hombres, mujeres y niños muertos, tal y como lo atestiguan la Princesa Radziwill y el gran duque Alejandro que formaban parte de la comitiva imperial. El gran duque, que llegó a ver pasar ante sus narices carretas cargadas de cadáveres, añade: "El cobarde jefe de policía, trató de distraer la atención del zar pidiéndole que correspondiese a las aclamaciones de la multitud. Cada hurra me sonaba como una bofetada."
Olga, la mayor de las cuatro grandes duquesas. La muestra en traje de época ruso.                            Olga con el traje de época ruso.
Pese al desastre, los grandes duques, tíos de Nicolás II, insistieron para que él y su esposa acudiesen a la recepción y al baile que aquella noche daba el embajador francés, el Conde de Montebello, en su honor. Apremiaron a Nicolás para que fuera, resaltando que sería un agravio diplomático el no acudir. Se presentaron pues al baile y lo abrieron con la primera contradanza. Fue de hecho toda una proeza porque, dos horas antes, docenas de agentes de policía habían recorrido la embajada francesa con la excusa de que había una bomba metida en alguna de las macetas de flores; habían arrancado de sus tiestos más de 2.000 plantas, y el salón de baile parecía, según un invitado inglés, un campo recién arado. Ese alarde imperial de diplomacia por parte de la pareja, sentó fatal entre los muchos miembros de la Familia Imperial y el público, que los calificaron de "fríos y sin corazón".
La Zarina Alexandra Feodorovna
El comportamiento de la zarina Alexandra empeoró aún más la imagen de la pareja, dando una impresión desfavorable. El primer baile de la corte al que asistió, fue un estrepitoso fracaso: "Aquella joven torpe, tímida y taciturna zarina no parecía poseer el talento de ganarse la simpatía de la gente -escribió la Princesa Radziwill- . No conocía ni parecía desear conocer a nadie; bailaba mal, sin preocuparse para nada del baile; y ciertamente no brillaba en el arte de la conversación."
Al parecer, incluso su belleza pasó inadvertida al tener el cutis descuidado, lo que la echaba a perder. Tenía los brazos, los hombros y la cara envejecidos, dando la impresión de que en cualquier momento se iba a echar a llorar. Todo en ella era hierático hasta en el modo de vestir, con los pesados brocados a que era tan aficionada y con los diamantes desparramados por todo el cuerpo, en contra del buen gusto y del sentido común.
retrato de Anastasia y Olga Romanov con marco de Fabergué.                     Anastasia y Olga con marco de Febergué.
Por su parte, Alexandra miraba con recelo a esos miembros de las clases dirigentes, sospechando que eran de poco fiar y tremendamente interesados. Los acusaba de aprovecharse de la inexperiencia de su marido y de trabajar no para Rusia sino para su propios intereses personales. Despreciaba a la aristocrática sociedad de San Petersburgo, olvidando erróneamente que la nobleza, cuyas ramificaciones se extendían por todo el Imperio, era el puntal más importante en que se apoyaba la monarquía. Poco a poco, fueron terminándose los bailes del Palacio de Invierno y se sustituyeron por funciones teatrales, que a nadie divertían, en el Hermitage. Luego cesaron las representaciones y se apagaron las luces en los salones imperiales. Nicolás II y Alexandra preferían pasar la mayoría de su tiempo tranquilamente en Tsarskoie Selo, viviendo en la medida de lo posible como una familia particular más, olvidándose de los deberes que eran de esperar de un emperador y de una emperatriz. Este alejamiento de la pareja imperial del centro neurálgico de la sociedad rusa y de su realidad resultaría, a la larga, fatal tanto para ellos como para la institución que representaban. Nicolás y Alexandra vivieron en una nube a su medida, y por encima del resto del mundo. La caída iba a ser dura y fueron los únicos en sorprenderse cuando, en febrero de 1917, se hundió su trono en medio de la marea revolucionaria que venía rugiendo desde 1894.
Durante los 6 primeros años de su matrimonio, Alexandra dio a su esposo cuatro hijas; y finalmente, en 1904, al ansiado heredero varón, Alexis. Seis semanas después de este hecho trascendental, el bebé sangraba por el ombligo y el terrible espectro de la hemofilia hacía su aparición. Sin embargo, la enfermedad hereditaria no se confirmó hasta que el zarevich cumplió los dos años. Era, naturalmente, incurable. 

Entre tanto, el zar Nicolás gobernaba por bruscos impulsos, a menudo contradictorios. Un historiador inglés y contemporáneo, que vivió muchos años en Rusia, dejó dicho: "Nicolás II carecía por completo de voluntad. Alejandro fue él mismo su propio primer ministro. Nicolás nunca tuvo primer ministro. No le faltaba en modo alguno valor personal, pero era el valor de un fatalista."
Los altos funcionarios del zar eran menos aduladores aún: "Recordad lo que os digo -advertía M. Durnovo, Ministro del Interior- ; llegará a ser un nuevo Pablo I." De boca del general Cherevin cayó este comentario: "No es más que un trapo imposible de lavar!" . El gran ministro Sergei Witte escribió: "Un gobernante en quien no se puede confiar, que aprueba hoy lo que rechazará mañana, es incapaz de dirigir la nave del Estado."
Con todo, el soñador emperador no carecía de ambición. Aunque su mente oscilaba como un péndulo entre un impulso y otro, él se imaginaba que la nave del Estado estaba haciendo progresos en un viaje de alta aventura. Grandiosos proyectos no le faltaban: conquistar Manchuria y anexionar Corea; soñaba también con adueñarse del Tibet, ocupar Persia y apoderarse no sólo del Bósforo, sino también de los Dardanelos.
Desconcertante, el zar maquinó golpear militarmente a Turquía para vengar una matanza de armenios, con 30.000 soldados, y llevar a cabo la anexión del Bósforo. Menos mal que Witte consiguió convencerle de que aquello podría causar una guerra europea en la que entrarían Gran-Bretaña y Austria como aliadas de Turquía. Tres años después, Nicolás II alejaba de su mente toda idea belicista para proponer una conferencia de paz en La Haya, en la que se discutiese la limitación de armamentos. Veinte potencias europeas aceptaron la invitación, porque ninguna de ellas quería ser tachada de belicista, pero secretamente denunciaron la conferencia y dieron la razón al entonces Príncipe de Gales -Eduardo VII de Gran-Bretaña-, quien la calificó de "mayor absurdo y la cosa más tonta que he oído en toda mi vida." A la idea de La Haya le sucedió otra, esta vez contra China y Corea, provocando tensiones con Japón que, en 1904 se traduciría en una guerra. En señal de protesta contra la penetración rusa en Corea, el ministro Witte presentó su dimisión. Creyendo los rusos ganar, fueron efectivamente derrotados en 1905.
Olga, Tatiana, Maria y Anastasia con sus padres y su hermano Alexei en el Standart Olga, Tatiana, María,  Anastasia y Alexei con sus padres en el Standart.
Entre tanto, los terroristas habían resucitado repentinamente. En 1902, asesinaron al ministro del Interior, Sipiagin, y dos años después a su sucesor, Plehve. El terrorismo había dejado de ser una industria casera; ya la nueva generación de revolucionarios no miraba con incertidumbre el camino que tenía por delante. Dos importantes y resueltos partidos dominaban el escenario: los Socialdemócratas y los Social-Revolucionarios.
El primero abrazó el marxismo e introdujo su propagando entre los obreros de las fábricas de los núcleos urbanos. En 1903, su jefe Plenkhanov, se enemistó con uno de sus lugartenientes, Vladimir Ilich Ulianov, y el partido se escindió en dos: mencheviques y bolcheviques.
El segundo partido nació en 1900 y trató de provocar un levantamiento entre el campesinado, abogando por una sociedad socialista basada en la comuna rural. Los social-revolucionarios se cobijaban bajo el lema de "País y Libertad", estableciendo una organización de lucha terrorista para poner en obra la "Voluntad del Pueblo", el grupo que había asesinado al zar Alejandro II. Estos mismos fueron responsables de la mayoría de los asesinatos cometidos entre 1900 y 1909.

Aunque la propaganda de ambos partidos preparó el escenario para la revolución de 1905, la chispa fue provocada por un hombre que no tenía nada que ver con ellos. En el mes de enero se declaró una huelga en las fábricas de ingeniería de Putilov, de San Petersburgo, y se propagó rápidamente a otras. El pope Gapón, clérigo de pocas luces, que dirigía un sindicato autorizado por la policía, se vio ante el dilema de abandonar su empleo o emprender una acción positiva. Decidió dirigir una manifestación pacífica de trabajadores hacia el Palacio de Invierno y presentar una petición al zar. El documento en cuestión pedía una asamblea constituyente, una jornada laboral de 8 horas, libertad de palabra y de religión, amnistía para los presos políticos, etc... Se habían recogido nada menos que 135.000 firmas.
Nicolás II fue puntualmente informado acerca de la manifestación convocada la noche anterior, pero jamás cruzó por su mente la idea de desplazarse de Tsarskoie Selo a San Petersburgo (a 22 km. de distancia) para recibir personalmente el documento. Y, al parecer, tampoco sus ministros tenían pensado suplirle y recibir la petición del pope. En cambio, el mantenimiento del orden fue dejado en manos de la policía de la capital, la cual pidió ayuda al ejército. Cuando la muchedumbre se encaminaba hacia el Palacio de Invierno, llevando iconos y estandartes religiosos, las tropas abrieron fuego, y entre dos y cuatro mil personas resultaron muertas y heridas; cuando todo hubo pasado, la inmensa esplanada que precede al Palacio quedó sembrada de cadáveres que tiñó la nieve de sangre. El Domingo Sangriento propagó una ola de cólera, indignación y de terror a través el país entero.
En realidad nadie supo cuántas víctimas hubieron ese día, porque las cifras entre los testigos oscilan; la zarina afirmó en una carta escrita a su hermana, que tan solo hubo 92 muertos y 300 heridos a lo sumo. De todos modos, la mayoría de los historiadores disienten de su evaluación, y elevan la cifra muy por encima de las apreciaciones de la emperatriz Alexandra.
Al zar sus ministros le aconsejaron que se desentendiese de la matanza. En lugar de eso, decidió recibir a una pequeña delegación de obreros, a quienes sermoneó sobre los peligros que entrañaba el prestar oídos a los consejos de pérfidos revolucionarios.
A la matanza del Domingo Rojo, sucedió la noticia de la derrota del ejército ruso frente a Japón tras perder la batalla de Tsushima. No hubo más remedio que firmar la paz y Nicolás II recurrió a Witte, que había dimitido dos años antes, rogándole que negociase las condiciones para el armisticio ruso-nipón. Cundió el descontento en toda Rusia. En febrero había sido asesinado el odiado tío de Nicolás, el gran duque Sergio Alexandrovich, marido de Elisabeth Feodorovna, la hermana mayor de la zarina Alexandra; y a medida que iban pasando los meses, la violencia iba extendiéndose por todos los rincones del Imperio. "Me da asco leer las noticias -escribió el zar a su hermano-. Huelgas en escuelas y fábricas, policías, cosacos asesinados, motines. Pero los ministros, en vez de actuar con decisiones rápidas, se limitan a reunirse en consejos como gallinas asustadas y cacarean pidiendo una acción ministerial conjunta."
A mediados de octubre, las condiciones habían empeorado, y el país se vio paralizado por una huelga general. Las fábricas cerraban, los trenes dejaban de circular y en San Petersburgo las luces eléctricas se apagaron, y se interrumpieron los suministros de alimentos. En el campo, los labradores asaltaban las fincas, incendiando casas y robando ganado. En el Mar Negro se amotinó la tripulación del Potemkin. En las calles de Odesa, Kharkov y Ekaterinoslav se levantaban barricadas...
De la noche a la mañana surgió un nuevo cabecilla de los mencheviques, León Trotski, anunciando la formación de un soviet o consejo representando cada uno a un millar de obreros. El consejo amenazó con destruir todas las fábricas que no cerrasen, obligando a Nicolás II a tomar represalias, enviando tropas a los grandes centros urbanos. La guerra civil era inminente. En ese momento tan tenso, el ministro Sergei Witte, que acababa de ser distinguido con el título de conde en reconocimiento a sus hábiles negociaciones con los japoneses, suplicó entonces al zar que concediese a los rusos una Constitución. Esta y solo esta, era la única prerrogativa que atraería a los elementos liberales, que peligraban con pasar al bando de los extremistas. Tras angustiosas cavilaciones y al cabo de 3 días, Nicolás II accedió a dar el paso decisivo y Witte fue invitado a aceptar la presidencia del Consejo Imperial.
Asi pues, el manifiesto imperial de octubre de 1905 transformó la Rusia de una monarquía autócrata en una monarquía semiconstitucional. Prometía: "libertad de conciencia, de palabra, de reunión y de asociación"; otorgaba un parlamento elegido, la Duma, y se comprometía a que ninguna ley sería obligatoria sin el consentimiento de la Duma del Estado. Pese a todo, esa declaración de buenas intenciones no calmó los ánimos, como el conde Witte esperaba. Los extremistas estaban furiosos porque veían que la revolución se les escapaba de las manos y redoblaron sus actividades, mientras que los extremistas de derechas volvíanse contra los Judíos y suscitaban terribles persecuciones.
Nicolás y Alejandra hicieron lo que siempre habían hecho en tales ocasiones: echaron a Witte la culpa de sus desgracias. En su correspondencia con su madre la emperatriz viuda, Nicolás II dijo que estaba tratando de obligar a Witte a actuar más enérgicamente. En otra carta, concluía que nunca había visto a un hombre tan camaleón, y que ahora tenía ganas de ahorcar y fusilar a todo el mundo.
En lugar de respaldar la política de Witte y darle tiempo para lograr sus propósitos, Nicolás le animó a redactar una serie de Leyes Fundamentales encaminadas a reducir los poderes tan recientemente conferidos a la Duma. La Ley I rezaba: "Al Emperador de Todas las Rusias pertenece el supremo poder autocrático". En virtud de la cual pidió a Witte que dimitiese y nombró en su lugar a un "lacayo" suyo, por decirlo así, un caballero anciano y sin relieve, un completo lerdo en política llamado Goremikin.
La primera Duma tan solo duró un par de meses. Aparte de los partidos revolucionarios de Lenin y Trotski, se alzaron otros partidos liberales denominados Cadetes y Octubristas. Cuando la Duma se reunió en mayo de 1906, sus 524 diputados representaban a estos cuatro partidos.
Sin embargo, Nicolás II se quedó aterrado cuando recibió la petición de establecer el Sufragio Universal, las reformas agrarias, la libertad para los presos políticos y el firme compromiso de la Corona para nombrar solamente ministros con la previa aprobación de la Duma. En la sesión de apertura, los oradores atacaron mordazmente al gobierno de Nicolás II y blandieron toda suerte de recriminaciones; y cuando, en julio de 1906, el desbordado primer ministro Goremikin dimitió y Stolipin le sucedió en el puesto, el zar le instó a clausurar el Parlamento, cosa que el flamante primer ministro hizo de inmediato.
Stolipin, hombre de gran estatura, cara pálida como la de un cadáver y barba negra como el azabache, fue el primer ministro más capacitado que jamás tuvieron los rusos. "No me es posible deciros hasta qué punto he llegado a querer y respetar a ese hombre..." escribiría más tarde Nicolás II a su madre.
Stolipin no era contemporizador. Aunque al zar le hubiera gustado que el Parlamento permaneciese en suspensión permanente, el primer ministro insistió en que se respetase el Manifiesto de Octubre. Así, en el mismo año, se reunió una segunda Duma con un resultado francamente peculiar: treinta diputados socialdemócratas fueron deportados a Siberia y otros fueron puestos bajo estrecha vigilancia policial. Stolipin publicó entonces una nueva ley electoral que abolía el Sufragio Universal y concentraba el poder electivo principalmente en manos de la clase media rural. La 3ª Duma iba entonces a reunirse a finales del año 1907 y durar hasta 1912.
Bajo la severa dirección de Stolipin y sus imaginativas reformas, Rusia empezó entonces a apaciguarse. De nuevo los palacios de San Petersburgo se iluminaron con profusión de luces; de nuevo la "Belle Société" rusa regresaba a sus casas cuando despuntaba el alba sobre la capital tomada por los hielos, o montaban en sus troikas y se deslizaban sobre la nieve hacia las islas, a escuchar las melancólicas canciones gitanas.
El gran duque Vladimiro Alexandrovich de Rusia (1847-1909) y su inteligentísima esposa la gran duquesa Maria Pavlovna -nacida Princesa María de Mecklemburgo-Schwerin, 1854-1920- (la tercera dama de Rusia, después de la zarina Alexandra Feodorovna y de la emperatriz viuda Maria Feodorovna), tíos del zar Nicolás II, en lugar de las oscurecidas ventanas del Palacio de Invierno, instauraron una corte alternativa a la ya inexistente y fantasmal Corte Imperial Rusa, mucho más brillante y atractiva que atrajo a toda la flor y nata de la alta sociedad. En los vastos salones de su palacio, los grandes duques acogían a lo más granado de la aristocracia, de las letras y de las artes rusas. En sus fiestas de alto copete, princesas, condes, empresarios, bailarines, escritores, pintores y músicos se codeaban indistintamente alrededor de su mesa.
La afilada lengua de la gran duquesa Maria Pavlovna no perdonaba a la zarina Alexandra, a quién hacía responsable del fracaso de Nicolás II en el cumplimiento de sus deberes sociales. En cierta ocasión, al visitar Bulgaria, fue felicitada por un funcionario por su impecable memoria y ella le espetó lacónicamente: "Debo conocer mi oficio. Podéis decir esto a la Gran Corte."
Su marido el gran duque Vladimiro era presidente de la Academia de Bellas Artes y se interesó especialmente por el ballet. En 1907, trabó amistad con un empresario del ramo, Diaghilev, quien se quejaba de que la dirección del Teatro Imperial (el célebre Teatro Mariinski) era demasiado conservadora. Diaghilev tenía un sueño: reunir una compañía de artistas del Mariinski y llevarlos al extranjero de mayo a septiembre, cuando el teatro ruso cerraba sus puertas al terminar la temporada invernal. Él les procuraría nuevas coreografías y partituras musicales.
El gran duque apoyaba a Diaghilev y le patrocinaba con una sustanciosa financiación de su propio bolsillo. Entre los años 1909 y 1914, su genial protegido causó sensación en las capitales de Occidente con su armoniosa música y la poesía de sus coreografías, de un concepto jamás conocido y concebido hasta entonces en Europa. Diaghilev creaba nuevos ballets que alternaba con otras conocidas producciones del Teatro Mariinski, proyectando sobre ellas su propia magia. Empleaba a los decoradores Benois y Bakst, a coreógrafos como Fokine, y a Stravinski para componer música para el ballet.
Obviamente, el innovador concepto de Diaghilev, que rompía con lo tradicional y académico, resultó chocante para una parte del público como cuando se estrenó en París, en 1913, "Le Sacre du Printemps" (la Consagración de la Primavera); la obra fue acogida con rechifla y burla, y el barullo fue tan grande que casi interrumpe la interpretación. En Londres, el crítico del "Daily Mail" describió los pasos del bailarín Nijinski como "cómicos", y la música de Stravinski como "mera anarquía".
"Se me acusa de crimen contra la gracia -replicó el célebre bailarín- . Realmente, yo tengo horror precisamente a esa palabra. Las palabras "gracia" y "encanto" me ponen enfermo... Yo detesto la poesía convencional del ruiseñor y de la rosa; mis propias inclinaciones son "primitivas". Yo como mi carne sin Sauce Béarnaise!".
Mientras Diaghilev atormentaba, consternaba y sorprendía al público europeo en sus giras, el mundo elegante de Rusia se hallaba enteramente dedicado a la Bolsa. Aristocráticos oficiales de la Guardia Imperial, que antes jugaban a las cartas, ahora especulaban con el acero o la lana. La gran duquesa Maria Pavlovna deleitaba a sus invitados presentándolos a promotores industriales... El Príncipe Yusupov multiplicaba su fortuna invirtiendo en el extranjero, gracias a esos encuentros en casa de la gran duquesa.
El dinero, fácilmente ganado, se gastaba con la misma facilidad, y el imponente edificio de pilares de granito, en el Morskaia, donde Fabergé presentaba sus fabulosas joyas, estaba siempre lleno de opulentos compradores. El célebre orfebre de la Corte Imperial Rusa había alcanzado el apogeo de su fama en 1900, al crear un Gran Huevo de Pascua Siberiano, en conmemoración de la presidencia de la Compañía del Ferrocarril Transiberiano, que tiempo atrás había ostentado el propio zar Nicolás II.
Si el zar había encontrado en Stolipin al hombre que necesitaba para llevar en la buena dirección al Estado, la zarina Alexandra, casi al mismo tiempo, había hallado otro hombre, no sólo necesario, sino además adorado, divinizado. Este hombre había de resultar fatídico en la vida de los soberanos. A mediados de 1905, no había ya la menor sombra de duda de que el zarevich Alexis sufría de hemofilia, enfermedad hereditaria que proviene de la fragilidad de los vasos sanguíneos más pequeños, que afecta a las mujeres y se transmite sólo a los varones. La portadora, en este caso, era la reina Victoria I de Gran-Bretaña. Su hijo el príncipe Leopoldo, padeció la enfermedad; y varias de sus nietas, la Princesa Enriqueta de Prusia, la Reina Victoria-Eugenia de España y la Emperatriz Alexandra de Rusia, por citar tres, la transmitieron, a su vez, a sus respectivos hijos. La más ligera contusión puede ocasionar hemorragias y tumefacciones, ya que la sangre no puede coagularse y esto hace que el paciente sufra días, a veces semanas, de agudísimos dolores.
El conocimiento de que su hermoso y único hijo, el heredero del Imperio Ruso, estaba condenado a una vida de retiro y sufrimiento, causaba en la zarina tal angustia, que se arrojó en los brazos de la religión con la misma exaltada entrega con que lo había hecho otra princesa de Hessen-Darmstadt, la emperatriz María Alexandrovna, consorte del zar Alejandro II. Alexandra no podía aceptar que la dolencia fuese incurable. Donde los médicos fracasasen, Dios proveería. Era tan solo cuestión de fe.
Tal era el estado de ánimo de Alexandra, cuando las supersticiosas princesas montenegrinas, casadas con los grandes duques rusos, introdujeron ante la Familia Imperial a un inculto y huraño santo varón o starets. El 1 de noviembre de 1905, el zar Nicolás II escribió en su diario: "Hemos conocido a un hombre de Dios: Grigori, de la provincia de Tobolsk". Grigori Yefimovich Raspútin era alto y moreno, con barba negra y espesa, y con boca juzgada sensual. Pero "toda la expresión de su personalidad -escribió el diplomático galo Maurice Paléologue- parecía concentrada en sus ojos. Eran de color azul claro, de brillo, profundidad y atractivo excepcionales. Su mirada era a la vez penetrante y acariciadora, ingénua y astuta, lejana y absorta. Cuando se entregaba a conversaciones serias, sus pupilas parecían irradiar magnetismo. Despedía un fuerte olor animal, como el olor de una cabra."
Desde el primer instante, este asombroso hombre pareció capaz de aliviar al niño, de disipar las cefaleas, de hacerle dormir. Cuando Alexis fue creciendo, no se le permitía bajo ningún concepto corretear, jugar ni montar en bicicleta como los demás niños. De todas formas, los chichones y las contusiones no faltaban, y solamente Raspútin podía aplicar el remedio. "Llamad a eso como queráis -decía Teglova, la niñera del zarevich- , pero ese hombre podría en verdad prometerle la vida de su hijo..." Pero el starets no era tan solo sucio y maloliente, sino además, borracho y lascivo. Las damas que lo visitaban, buscando su salvación, a menudo acababan en la cama con él. Organizaba orgías que, al poco, llamaron la atención de la Policía, y ya hacía mucho tiempo que el vínculo que le unía a la Familia Imperial había llegado a ser tema de ansiosas conjeturas para los ministros del zar. Nadie, sin embargo, conocía la razón por la que la emperatriz se hallaba tan sujeta a Raspútin, debido a que la dolencia que aquejaba a Alexis constituía un secreto de Estado celosamente guardado. Los padres temían que el zarevich no fuese aceptado como heredero del trono, si llegara a conocerse su estado físico. Los más pensaban que Raspútin se había granjeado el favor imperial a causa del fanatismo religioso de la emperatriz.
Era ya de por sí curioso que Raspútin no visitara asiduamente a Alexis personalmente. Mientras la emperatriz estuvo en contacto con él, lo que hacía a través de su amiga y confidente Anna Vyrubova, él pudo ejercer sus poderes desde la lejanía. Sin embargo, no era hombre capaz de ocultar sus relaciones con el emperador y la emperatriz. Les llamaba "papá" y "mamá", al puro estilo campesino y generalmente hacía alarde de la estima en que se le tenía.
A principios de 1911, el Primer Ministro Stolipin ordenó investigar a la policía la vida licenciosa de Raspútin, y envió un sorprendente y detallado informe al zar Nicolás II. El monarca se negó a tomar medidas al respecto y la zarina rechazó de plano, indignadísima, todas las acusaciones como una sarta de mentiras: "Los santos siempre son calumniados -dijo a una amiga-. Le odian porque nosotros le amamos."
Stolipin estaba tan asqueado del libertinaje de Raspútin, que por su propia autoridad le mandó que abandonase San Petersburgo y abandonase la corte. Aunque la zarina se enfureció como una diablesa, Nicolás II tuvo miedo de reprochar a su Primer Ministro su decisión. Desde aquel día, la emperatriz Alexandra odió a Stolipin de un odio implacable hasta después de su muerte. De hecho, no tuvo que soportar al ministro mucho tiempo, ya que a finales de aquel mismo año, Stolipin fue mortalmente tiroteado por un terrorista mientras asistía a una función en la Opera de Kiev, en presencia de los zares que habían acudido también. El Primer Ministro fue llevado urgentemente al hospital y aún vivió durante 3 días. Su amigo y colega de Gabinete, Kokovtsov, que pasó la mayor parte de su tiempo en el hospital, afirma en sus "Memorias", que la Familia Imperial no se dignó visitar al moribundo ni mucho menos expresar su pesar por lo acontecido. Solamente lo hizo cuando Stolipin ya había fallecido (en eso, podemos reconocer la firma de la rencorosa zarina Alexandra). La viuda Stolipin estaba tan indignada y enojada, que se negó a recibir a la pareja imperial cuando ésta pretendía presentarle sus condolencias.
Kokovtsov sucedió a su fallecido colega, en calidad de Primer Ministro de manera casi esperada y lógica, y le sorprendió la frialdad con que la zarina aludió a su predecesor en el cargo: "Buscad apoyo en la confianza del Zar -le dijo-. El Señor os ayudará. Estoy segura que Stolipin murió para haceros sitio a Vos, y todo ello para el bien de Rusia." A pesar de que la emperatriz Alexandra Feodorovna resultaba antipática a casi todas las personas con quienes se relacionaba o cruzaba, ya próximo el año 1913, la aristocracia petersburguesa esperaba que ésta se esforzaría por ganarse la popularidad, y por estar a la altura de las circunstancias: 1913 era el año del Tricentenario de la Dinastía Imperial de los Romanov (aunque de Romanov, al zar Nicolás II le quedase poco más que el apellido). Tres siglos atrás, los boyardos habían ido en busca de Miguel Romanov y le encontraron viviendo tranquilamente en la abadía de Ipatiev (curiosa coincidencia, ¿no creen?), cerca de Kostromo. Lo escoltaron de regreso a Moscú y lo coronaron zar de Moscovia. Nicolás II, descendiente de Miguel -por las mujeres-, no sólo era el zar de Moscovia, sino el soberano de un vasto Imperio. Aunque Turgenev invocase la imagen de la Santa Rusia sumida en el estupor de la embriaguez, con "la cabeza en el Polo y los pies en el Cáucaso", nadie podía negar que las proporciones del coloso iban aumentando constantemente.
Tan sólo por este motivo la conmemoración debía haber sido triunfal. En cambio, hasta el Te Deum en la catedral de Kazán, el 6 de marzo de 1913, que señaló el comienzo de las celebraciones, despertó poco entusiasmo. Llovía copiosamente y la gente que se alineaba a lo largo de la ruta imperial era deprimentemente escasa. Abrían el desfile todos los famosos regimientos de la Guardia, con sus estandartes; luego venía una victoria abierta (especie de calesa) en que iban sentados el zar y su hijo, de ocho años de edad. Seguían dos coches oficiales, el primero de los cuales transportaba a la zarina Alexandra Feodorovna y a su suegra, la emperatriz viuda María Feodorovna, y el segundo a las cuatro hijas de los zares, las grandes duquesas Olga, Tatiana, María y Anastasia de Rusia.
La catedral estaba ocupada por los más altos dignatarios del Estado y de la Corte Imperial, y cuando la Familia Imperial entró, el silencio se adueñó de la concurrencia. El zarevich Alexis, con la mirada triste, delgado y pálido, iba en brazos de un cosaco. ¿Qué le pasaba al niño? Nadie lo sabía. Por otro lado, la zarina Alexandra aparecía tan distante y desdeñosa como siempre, cubierta de diamantes y hierática cual una estatua. Pero, aunque la escena parecía como sacada de un cuento de hadas, no había entre la multitudinaria asistencia sentimientos de afecto, sino tan sólo de irritación y un sordo rechinar de dientes.
Nicolás II se negó, sorprendentemente, a ofrecer un baile de gala en el Palacio de Invierno y la emperatriz declinó asistir a dos de las recepciones celebradas por el zar. En el único lugar en el que se dejó ver en público, fue en el Teatro Mariinski, donde se entonó "La Vida por el Zar" , de Glinka. La hija del embajador de Gran-Bretaña, Muriel Buchanan, dejó escrita la escena: "Su hermoso semblante trágico era inexpresivo, casi austero, mientras se hallaba de pie al lado de su esposo, en tanto sonaba el himno nacional. Ni una vez esbozó una sonrisa su inmóvil seriedad... Al cuerpo diplomático se le habían reservado asientos a lo largo de la primera fila, y nuestro palco se encontraba al lado mismo del palco imperial, y sentados a tan poca distancia, podíamos ver cómo el abanico de plumas de águila blanca que la emperatriz tenía en la mano, temblaba convulsivamente, podíamos ver cómo un ligero rubor iba extendiéndose por encima de su palidez, casi podíamos percibir la fatigosa respiración que hacía que los diamantes que cubrían sus vestidos subiesen y bajasen, centelleando y temblando como mil inquietas chispas de luz."
Unos minutos después, la emperatriz abandonó el palco y una ola de resentimiento recorrió el teatro. ¿No era siempre la misma historia?
Nadie, excepto la Familia Imperial, sabía que la ansiedad que la emperatriz sentía por su hijo Alexis, había trastornado su sistema nervioso; que sufría de histeria psicosomática, que le causaba vértigos y palpitaciones. En realidad, en Tsarskoie Selo, Alexandra vivía casi como una inválida, pasando la mitad del día reclinada en un diván de su famoso salón color malva. Era como si hubiera plasmado en si misma, la invalidez y fragilidad de su hijo. Incluso se dejaba pasear por los jardines del Palacio Aleksandr, cómodamente sentada en una silla de ruedas.
Tanto la aristocracia como el público en general ignoraban que el zarevich sufría de hemofilia. Seis meses antes, en el curso de una estancia de la Familia Imperial en el palacio Spala (Polonia), en el otoño de 1912, Alexis había estado a punto de morir por culpa de una estúpida caída. Se facilitaron partes y la prensa especuló atropelladamente sobre cual podría ser la índole de su enfermedad. Algunos periodistas especularon que había nacido con un número insuficiente de capas en la epidermis; otros que padecía de una incurable enfermedad de los huesos (lo que hoy se conoce como "huesos de cristal"). La verdad es que Alexis había tropezado con la pierna al bajar de una barca, para dirigirse al pabellón de caza de su padre. Sobrevino una hemorragia interna que originó la formación de un tumor en la ingle. El dolor era agudísimo. La hinchazón presionaba sobre los nervios inflamados de su pierna, y la temperatura subió de un modo alarmante. Hacía 11 días que la emperatriz no se mudaba de ropa, ni se acostaba, ni se reclinaba en su diván más de una hora al día. Pasaba las horas sentada, acariciando la frente de su hijo, que yacía acurrucado de costado, gimiendo de dolor, con la pierna izquierda encongida con tanta violencia, que casi un año después le era imposible enderezarla del todo. Nadie creía entonces que el zarevich pudiera seguir viviendo.
Y entonces, obró un milagro. Las oraciones de Raspútin curaron milagrosamente al zarevich. No es de extrañar entonces que la emperatriz considerase al starets indispensable. Después del drama de Spala, ella creía plenamente que era un hombre de Dios. Y Alexandra no sólo se volvió a él para mitigar los dolores de su hijo, sino también para instruir al emperador acerca de cómo había de regir su Imperio.
Concluida su peligrosa empresa en Extremo Oriente, Nicolás II reanudó con su sueño de Constantinopla o el de la dominación de los Balcanes, que venía a ser lo mismo. Sin embargo, su sueño chocaba contra un obstáculo insalvable: el Imperio Austro-Húngaro. Para salvar aquella infranqueable barrera, Nicolás se permitió el lujo de jugar a un juego peligroso: dejar que sus oficiales y agentes sembrasen la agitación en el Imperio Austríaco, particularmente en Bosnia y Herzegovina dónde florecían infinidad de sociedades secretas. Incluso permitió la creación de una Liga Balcánica que, según el presidente francés Raymond Poincaré, contenía en sí el germen de la guerra contra Turquía y contra Austria, estableciendo la hegemonía rusa sobre todos los reinos Eslavos.
La Liga Balcánica declaró entonces la guerra a Turquía y sus inesperadas victorias fueron ampliamente celebradas en San Petersburgo. El aumento territorial de Serbia y su creciente arrogancia empezaron a preocupar seriamente a la diplomacia británica. El embajador de Gran-Bretaña en Viena, Sir Fairfax Cartwright escribiría a Londres: "Serbia puede algún día sembrar la discordia en Europa y provocar un conflicto mundial en el Continente. No puedo describiros en qué grado se está exasperando aquí la gente por la continua preocupación que ese pequeño país, animado por Rusia, está ocasionando a Austria..."
A muchos de los consejeros del zar les había decepcionado que Nicolás no hubiese llevado a Rusia a la guerra de los Balcanes. A punto, sin embargo, estuvo de sucumbir a sus insinuaciones, pero la intervención de Raspútin con su sempiterna advertencia a la zarina ("Temed la guerra"), echó al traste con el asunto. La emperatriz se cuidó de disuadir a su marido y la anécdota llegó a ser incluso de dominio público. En diciembre de 1913, el periódico del Santo Sínodo aludía sarcásticamente al papel político de Raspútin con esta reseña: "El que el año pasado escapásemos a la guerra, se debe al santo starets que dirige nuestra política exterior, por lo cual debemos de estarle profundamente agradecidos..."
Había otros, aparte de los Paneslavistas, que sufrieron una terrible decepción por el mantenimiento de la paz: Lenin y sus amigos revolucionarios. Escribió a su amigo Gorki, que se encontraba dirigiendo una escuela para revolucionarios en la Isla de Capri: "Una guerra entre Rusia y Austria sería algo muy provechoso para la revolución (...) pero no es probable que Francisco-José y Nicolasa quieran hacernos este favor."
No iban bien las cosas para los revolucionarios bolcheviques en 1913, porque la industria rusa gozaba de una gran prosperidad. La producción iba creciendo, se desarrollaba el comercio, las reservas de oro crecían. También las huelgas se multiplicaban, pero los patronos las desdeñaban con optimismo, atribuyendolas a achaques previsibles del desarrollo industrial. Un historiador soviético, recordando aquella época de florecimiento, decía que Rusia estaba entonces progresando rápidamente a tenor del desarrollo capitalista, alcanzando el nivel de otros países capitalistas más antiguos. Incluso la agricultura se estaba extendiendo como consecuencia del cambio de la política del Gobierno. Antes, ese mismo Gobierno se había servido de multitud de artimañas para conservar las posesiones de los terratenientes; ahora había empezado seriamente a estimular las cesiones de tierras a los campesinos para que se trabajaran y producieran. Entre 1906 y 1913, el Banco Rural del Estado había comprado a los terratenientes y revendido a los campesinos más de 20 millones de acres de terreno. Incluso León Trotski admitió que en los años anteriores a la guerra, se había observado un gigantesco progreso; la agricultura, según él, había entrado en una fase de indudable auge capitalista, y la exportación de productos agrícolas de Rusia subió entre los años 1908 y 1912, de un billón a un billón y medio de rublos.
En 1912 fue elegida la IVª Duma. En ella había tan sólo un puñado de extremistas marxistas, ocho mencheviques y seis bolcheviques dirigidos por Lenin desde su refugio de Austria. Los mencheviques eran entonces el partido de la mayoría, y Lenin era tan pobre que le resultaba difícil sobrevivir. Su principal medio de vida era el exiguo sueldo que el partido podía pagarle y que a veces distaba mucho de ser suficiente, de modo que en 1913 incluso había barajado la conveniencia de abandonar su labor en Austria, emigrar a Inglaterra y buscar algún medio para ganarse el sustento.
El hombre de Lenin en San Petersburgo fue Josef Stalin, quien fundó en 1912 el diario "Pravda". Aunque este periódico prosperó a lo largo de dos años y logró una tirada de 40.000 ejemplares, Stalin fue detenido por la policía en 1914 y deportado a Siberia.
Las filas iban haciéndose menos compactas. Según Kerensky, diputado laborista recientemente elegido para la IVª Duma, ya no había necesidad de ninguna actividad clandestina. El público se había acostumbrado a la libertad de prensa, a las reuniones políticas, a partidos y a clubs políticos. En la Duma, se podía expresar las opiniones de todas las clases sociales al existir una total libertad de palabra para los diputados. Los antiguos métodos clandestinos de conspiración, propios de la actividad revolucionaria, habían pasado a la historia.
Con todo, la inquietud en el ámbito industrial iba en aumento. En 1910, hubo 222 huelgas; en 1914, entre los meses de enero y julio, más de 4.000.

En los primeros meses de 1914, muchos estadistas europeos creían que el peligro de una conflagración a escala mundial había pasado. David Lloyd George incluso se permitió escribir con optimismo que "Jamás ha estado el cielo con un azul más perfecto". Seis meses después, un grupo revolucionario de Bosnia, adiestrados y alentados por el jefe serbio de la oficina de Información, estimulado a su vez por el agregado militar de la embajada rusa en Belgrado (que operaba con el beneplácito de San Petersburgo), dispararon sobre el archiduque Francisco-Fernando de Austria y su esposa morganática Sofía Chotek, duquesa de Hohenberg.
Austria, ultrajada y plenamente consciente de que las organizaciones paneslavistas serbias, comprometidas en actividades terroristas dentro del Imperio Austrohúngaro, venían siendo subvencionadas por Rusia, decidió cortar de raíz el conflicto ocupando Belgrado. Rusia reaccionó, como era de esperar y ansiaba, erigiéndose en la protectora y defensora de los eslavos. Viena, en su acción contra Serbia, se lanzaba por aquella única salida que creía tener para poder conservar su supervivencia como Estado; por contra, San Petersburgo, al aspirar a proteger Serbia y a practicar una especie de apoyo paternalista a los eslavos balcánicos, no ponía en juego un interés vital ya que como Estado no estaba en peligro. El interés de Rusia estribaba tan solo en conservar y aumentar su prestigio de cara a la galería europea. La acción de Austria pretendía una guerra localizada, mientras que la acción de Rusia hacía inevitable una guerra europea.
Alemania no tenía otra opción que la de respaldar a su aliada, Austria, y Francia no tuvo más remedio que hacer causa común con Rusia. Durante unos días, Gran-Bretaña se mantuvo al margen esperando ver cómo se desarrollaban los acontecimientos; pero cuando Alemania violó la neutralidad belga e invadió Bélgica, Gran-Bretaña se puso inmediatamente al lado de Francia. Así empezaba el más terrible holocausto de la Historia Moderna.
Durante las cinco semanas de febril actividad diplomática que precedieron a la declaración formal de las hostilidades, Raspútin hizo cuanto pudo para impedir el conflicto. Se encontraba entonces en su pueblo natal de Pokrovski, en Siberia, convaleciente de una herida infligida por una antigua prostituta que atentó contra su vida. Telegrafió al Zar: "Abandonad, patushka (papá) todo proyecto de guerra, porque con ella vendrá el fin de Rusia y el vuestro, y perderéis hasta el último hombre."
La Zarina consideró como profética aquella advertencia y, según Anna Vyrubova, suplicó a Nicolás que se opusiese a los belicistas que querían que Rusia entrase en guerra. Cuando se enteró que Nicolás había dado su consentimiento para declarar la guerra, la emperatriz estalló en lloros lamentándose: "¡Esto es el fin de todo!"
Al día siguiente, cuando la pareja imperial acudió a San Petersburgo para asistir a la lectura del Manifiesto en el Palacio de Invierno, la desolación de Alexandra Feodorovna saltaba a la vista, aunque fue injustamente atribuida a su germanofilia.
Mientras, el Pueblo Ruso veleidoso que aguardaba fuera del Palacio de Invierno, arrinconó sus resentimientos para aplaudir la declaración de guerra contra los odiados alemanes. El entusiasmo por la guerra era tan grande, que había cerrado el abismo que separaba los gobernantes de los gobernados, como en los mejores días de la invasión napoleónica. Cuando Nicolás II y Alexandra Feodorovna salieron al balcón del Palacio de Invierno, millares de personas hincaron las rodillas en el suelo en un general saludo de respeto y veneración. Nicolás levantó la mano e intentó dirigirles la palabra, pero un espontáneo comenzó a entonar el himno nacional y pronto se convirtió en un canto ensordecedor que retumbaba por toda la esplanada del Palacio de Invierno y recorría las avenidas y calles adyacentes de la capital. San Petersburgo dejó de llamarse así para rusificarse y rebautizarse en Petrogrado.
"Para aquellas miles de personas arrodilladas -escribió Maurice Paléologue, diplomático francés-, en aquel momento el zar era realmente el autócrata, el director militar, político y religioso de su pueblo, el dueño absoluto de cuerpos y almas."

Dieciocho meses atrás, en 1912, el entonces ministro de la Guerra, Sukhomlinov, había escrito un artículo para el manual del Ejército de San Petersburgo, con el rimbombante título de "Estamos Preparados"; al ministro no le faltaba entusiasmo y tampoco optimismo pero, en realidad, era lo único que le faltaba a Rusia, estar preparada para una guerra contra la organización perseverante y meticulosa de Alemania.
A los pocos meses de iniciarse las hostilidades, la artillería rusa fue aniquilada, barrida por la alemana. El desastre fue tal que se llegó a amenazar a los artilleros con un consejo de guerra si disparaban más de tres obuses al día... Con todo, el desastre ruso no puede atribuirse a la falta de munición. Era tradicional en los Romanov ir a la guerra en medio de una oleada incontenible de ineficacia y corrupción, verter mares de sangre, soportar la humillación de la derrota y, sin embargo, debido a su enorme dimensión, permanecer sólidamente intactos.
En 1914, el Ejército Ruso fue aplastado en Prusia Oriental; en 1915, perdió Polonia, Lituania y Curlandia a manos de los alemanes; y antes de terminar el año, sufrió en Galitzia desastres sin precedentes. Durante los doce primeros meses de la guerra, entre muertos, heridos y prisioneros, el número ascendió a la exorbitante cifra de 3.800.000 soldados.
Durante gran parte de aquel terrible año, el emperador vivió en los cuarteles del ejército, a cuyo frente estaba su primo el Gran Duque Nicolás Nicolaievich de Rusia, con su recortada barba blanca y aquellos ojos azules de intenso fulgor. La emperatriz y sus hijas las grandes duquesas se vistieron el uniforme de la Cruz Roja y pasaban el tiempo en los hospitales cuidando a los heridos.
A finales de 1914, Raspútin volvió a Petrogrado y, unos meses después, obró un "milagro". Anna Vyrubova, la íntima amiga y confidente de la zarina, yacía moribunda a consecuencia de un accidente ferroviario. Había sufrido graves heridas en la cabeza, en la espina dorsal y tenía las piernas destrozadas. El cirujano había abandonado toda esperanza, pero cuando acudió Raspútin a su dormitorio y le ordenó que abriese los ojos y hablase, ella reaccionó. El starets sancionó: "Se restablecerá, pero quedará tullida." El pronóstico resultó ser verídico; la Vyrubova se restableció pero se vió obligada a utilizar muletas para poder desplazarse. Si la zarina Alexandra necesitaba otra prueba para creer que Raspútin era un hombre de Dios, que poseía poderes sobrenaturales, este episodio se lo proporcionó de manera convincente. A partir de ese detalle clave, la emperatriz puso toda su confianza ciega en las manos del starets siberiano.
Esto marcó el principio de una de las más peregrinas, patéticas y grotescas tragicomedias de la Historia. Alexandra y Nicolás se enviaban, en mutua correspondencia, apasionadas cartas de amor, cada vez que se separaban; pero ahora las cartas de la zarina contenían algo más que frases de cariño e incondicional amor. Se refería a Raspútin como a "Nuestro Amigo" y juzgaba de la bondad e inteligencia de los demás por su actitud frente al starets. Aquellos que lo criticaban o desdeñaban, se granjeaban la implacable enemistad de la emperatriz como en el caso del Príncipe Félix Sumarokov-Elston Yusupov y de su esposa la Princesa Zenaida Yusupova; el primero fue cesado en sus funciones militares y degradado públicamente por criticarlo abiertamente, mientras que la segunda fue expulsada de la Corte por haberse atrevido a solicitar el alejamiento del starets por juzgar perniciosa su influencia.
Peor aún; Raspútin solicitó visitar, al gran duque Nicolás Nicolaievich, los cuarteles generales del Ejército en el frente. "Si, venid -fue la respuesta-. Mandaré que os ahorquen". Alexandra se encolerizó, e inmediatamente intentó persuadir a Nicolás para que destituyera a su primo del cargo de generalísimo escribiendo: "No tengo en absoluto confianza alguna en N., sé que dista mucho de ser inteligente, y al ir en contra de un hombre de Dios, su obra no puede ser bendecida ni pueden ser buenos sus consejos..." (16 de julio de 1915). Las siguientes cartas no son mejores; la zarina vierte en ella toda su bilis para ennegrecer al gran duque. Esta descarga contínua de críticas no cesó hasta que, en agosto, el emperador decidió relevar a su primo de sus funciones y asumir él mismo el mando del Ejército en el frente.

El Consejo de Estado estaba aterrado. Ocho de sus trece ministros firmaron una carta conjunta presentando su dimisión formal, pero el emperador simplemente les ordenó que permaneciesen en sus puestos. "El comportamiento de algunos de mis ministros me asombra...", escribió Nicolás a Alexandra.
Pero ahora los ministros ya no dependían del zar. En realidad, se encontraban bajo la férula de Alexandra, ya que, al encontrarse Nicolás II permanentemente en el frente, Alexandra era la regente en todo, salvo en el nombre. Su mente estaba obsesionada con la idea de desembarazarse de los ocho ministros que habían osado desafiar la autoridad del autócrata y lo consiguió plenamente. La implacable "barrida" de la zarina no se paró con la destitución de los insolentes ministros; continuó fomentando y defendiendo las recomendaciones del inefable patán Raspútin, que siempre llegaban con asombrosa celeridad. El starets tenía su propia corte de aduladores y afines, y castigaba al que le ofendía o recompensaba al que le agradaba; interfería en todo y metía mano en cualquier asunto, por muy trivial que fuera. Gracias a él, Rusia vio desfilar ante sus narices a cuatro primeros ministros diferentes, a cinco ministros del Interior, a cuatro ministros de la Agricultura y a tres ministros de la Guerra en un espacio de dieciocho meses. En algunas ocasiones, hasta Nicolás II protestó por carta a su mujer: "Debéis convenir conmigo que las ideas de nuestro Amigo son a veces muy extrañas (...) Nos llegan quejas de todas partes"; "la opinión que nuestro Amigo tiene de las personas es, en ocasiones, muy rara (...) Deberíamos andar con cuidado (...) Todos estos cambios no son buenos para el país".
Sin embargo, Nicolás II siempre acababa doblegándose a la voluntad de su consorte.
"Después de mediados de 1915 -escribe entonces el historiador Mikhail Florinski- , el honrado y eficiente grupo que formaba el vértice de la pirámide burocrática degeneró en una rápida sucesión de sujetos nombrados a dedo por Rasputin. Fue aquello un espectáculo extravagante y lastimoso, hasta entonces nunca visto..."
La hija mayor de la reina Victoria I de Gran-Bretaña, la entonces emperatriz Victoria de Alemania (esposa de Federico III) escribió a ésta, mucho antes de que Alexandra contrajese matrimonio con Nicolás, diciéndole que "Alix es muy dominante, y siempre querrá salirse con la suya; nunca cederá un ápice del poder que imagina tener en sus manos...". Pocas veces una frase tan corta puede describir tan fidedignamente al personaje que fue la emperatriz Alexandra Feodorovna.
La emperatriz siempre había albergado una feroz animosidad contra la Duma, y Raspútin alentaba esta antipatía de la zarina, hasta el punto de que ya no hablaba ella de esta institución sino con el más profundo desdén. No se cansaba de recordar a su marido "...querido, prohibid esa asamblea... Vos sois señor y dueño de Rusia, autócrata, recordadlo." Y por si el zar no se daba por enterado, volvía a la carga: "No somos un país constitucional, y así es mejor; nuestro pueblo no está educado para ello, a Dios gracias, nuestro emperador es un autócrata, y debe aferrarse a esto como vos lo hacéis... sólo que debeis manifestar más energía y decisión. Pronto me habría yo desembarazado de aquellos que no me interesan."
Enseguida nos viene la imagen de un Nicolás II, sentado en el trono, mudo o titubeante, y a una Alexandra Feodorovna detrás de él, apenas escondida tras los cortinajes, aconsejarle con sus finos y desdeñosos labios qué hacer, qué decir, qué sentenciar.
El zar se había convertido en la marioneta de una mujer insensata y ésta, a su vez, convertida en la marioneta de un ser inquietante y oscuro, nefasto, que se llamaba Raspútin. Cómo un campesino simplón, borracho y mujeriego, con crisis místicas rayanas en la demencia, había conseguido alzarse hasta el último peldaño del trono de todas las Rusias es todo un misterio, o mejor dicho, un milagro desquiciante.
Las cartas iban haciéndose cada vez más insensatas. Llegó a aconsejar a Nicolás peinarse con un peine perteneciente al starets, antes de entrevistarse con sus ministros; el colmo de la superstición. No contenta con formular recomendaciones de cómo dirigir las tropas, se ceba duramente con la emperatriz viuda Maria Feodorovna: "Cuando veáis a nuestra pobrecita madre, deberíais decirle claramente lo mucho que os hace sufrir que ella preste oídos a las calumnias y no cese de escucharlas, ya que con ello hace daño, y otras personas se alegrarían, estoy segura, de que ella se volviese contra mí. La gente es tan mezquina..."
A medida que iban empeorando las circunstancias, hasta los miembros de la Familia Imperial podían darse cuenta de la creciente impopularidad de la autocracia. Uno tras otro, los parientes de Nicolás II fueron a verlo y le rogaron que concediese a Rusia un gobierno constitucional. Llegaron incluso a decirle que su esposa era detestada y públicamente insultada. Alexandra reaccionaba como una fiera herida, redoblando en sus cartas con afirmaciones de este tipo: "Mostrad a todo el mundo que sois el amo... ¿Por qué me odia la gente? Porque saben que tengo una firme voluntad, y que cuando estoy convencida de que una cosa está bien, no cambio de parecer (...) Sed el amo, y todo se doblegará ante vos. Hemos sido puestos por Dios en un trono, y debemos mantenerlo firme y transmitirlo intacto a nuestro hijo..."
Cuando escribió esas insensatas líneas, corría el mes de diciembre de 1916. Por entonces, el ejército ruso se enfrentaba a un fracaso total. En los dos años y medio transcurridos desde que estallara el conflicto, 15 millones de hombres habían sido llamados a filas. Las bajas, entre muertos, heridos y prisioneros, llegaban a casi 8 millones, más de la mitad del total. La corrupción, la incompetencia y la espantosa falta de dirección eran responsables de un gran porcentaje de estas devastadoras cifras.

La fatal escasez de material significaba que muchos soldados carecían de armas en absoluto, y veíanse obligados a revolver entre montones de cadáveres en busca de rifles y bayonetas. Balas y granadas de mano eran racionadas y los hospitales militares tan escasos, que muchas veces los heridos yacían en los campos de batalla sin ser retirados. Los campesinos, que proporcionaban la carne de cañón, habían perdido toda su confianza en el buen hacer del zar, al cual, como generalísimo, se había identificado completamente con los desastres del ejército.
La situación en las grandes urbes no era mucho más boyante. La subida de los precios, la escasez de los alimentos y la disminución de los salarios reales contribuía a propagar la desmoralización. La clase proletaria se encontraba al borde de la desesperación y se convertía en tierra más que abonada para cometer los más violentos excesos empujados por el hambre. La policía lo advertía en sus informes y Lenin y Trotski se frotaban las manos, bendiciendo al incauto zar por haberles allanado el camino hacia el poder.
Hist_Rasputin[1]La relación de Raspútin con Palacio era del dominio público. Todo el mundo sabía que el starets gozaba de la total confianza de la zarina, y el hombre de la calle suponía que ella era su ramera. Pero quizá lo peor fue el rumor de que el santón estaba a sueldo de los alemanes. Su oposición a la guerra era bien notoria; y la costumbre que tenía de cenar semanalmente con un banquero de Petrogrado, Manus, parecía confirmar las sospechas del pueblo. Raspútin no se distinguía precisamente por su discreción, y su lengua se desataba aún más a causa de las bonitas mujeres y de la bebida que Manus le proporcionaba. Hasta la Familia Imperial andaba convencida de que los informes de Raspútin caían en manos del enemigo. El tema tomaba un cariz tan escandaloso que se murmuraba que era menester deportar a la emperatriz y, por qué no, asesinarla.
El 2 de diciembre de 1916, un diputado de la derecha, Purishkevich, ardiente defensor de la monarquía zarista, se levantó en la Duma y, por espacio de dos horas, estuvo denunciando las "fuerzas tenebrosas" que estaban destruyendo la máxima institución rusa. En tono enérgico, dijo que sólo se necesitaba la recomendación de Raspútin para elevar a altos cargos a los ciudadanos más abyectos; luego, volviéndose hacia los ministros, les rogó que tuviesen el suficiente valor para decirle que la multitud ya se ha vuelto amenazadora en su cólera. Añadió que la revolución "es inminente" y que un oscuro mujik no debe gobernar Rusia por más tiempo.
Un prestigioso aristócrata, de nombre ilustre y de linaje aún más brillante, el Príncipe Félix Felixovich Yusupov, joven e inmensamente rico, yerno de la hermana del zar, la gran duquesa Xenia Alexandrovna de Rusia y del gran duque Alejandro Mikhailovich, oyó el discurso de Purishkevich y, al día siguiente, le visitó. Sabía por experiencia, tal y como fue demostrado en el caso de sus padres convertidos en parias, que el emperador no querría escuchar ninguna crítica contra Raspútin; por consiguiente, había decidido matar al starets, pero necesitaba ayuda y cómplices. El diputado le ofreció la suya y se unieron otros tres personajes: el gran duque Dimitri Pavlovich de Rusia, hijastro de la Princesa Olga Paley, de 26 años y primo del zar; un oficial del ejército, Sukhotin, y un médico, el doctor Lazovert.
Luego, la lista de los conspiradores se amplió con la colaboración de dos agregados militares de la embajada británica.
El plan era bastante sencillo: Yusupov invitaría a Raspútin a su casa, el lujoso Palacio del Muelle de La Moika, y le envenenaría la comida y la bebida. A cargo de los otros correría la tarea de desembarazarse del cadáver. Todo salió conforme al plan trazado, salvo que Raspútin no parecía querer morir. El príncipe le condujo a un salón del sótano, donde solía reunirse con sus amigos calaveras para no despertar a los demás ocupantes del palacio, y le ofreció un refrigerio. El starets bebió dos copas de vino envenenado, devoró también dos pasteles sazonados con arsénico y se puso a cantar. Yusupov, exasperado, se ausentó un momento del cuarto para subir a la planta superior en busca de un revólver. Al volver, llamó la atención del "mujik" sobre un icono colgado en la pared y le disparó por la espalda. La víctima se desplomó, aparentemente muerta. Cuando el príncipe se dispuso a subir nuevamente las escaleras, oyó un ruido; Raspútin se había reincorporado y avanzaba en su dirección tambaleándose. Asustado, Yusupov llamó a sus cómplices para que acudiesen en su ayuda mientras Raspútin intentaba salir del palacio y escapar de sus asesinos. Acribillado a tiros, se desplomó en el patio. Los conjurados le ataron de pies y manos, le envolvieron en una lona, practicaron un agujero en el hielo que recubría las aguas del canal del Pequeño Neva y deslizaron su cuerpo por él.
La emperatriz Alexandra supo por su amiga Anna Vyrubova que Raspútin había aceptado una invitación del Príncipe Yusupov y que, desde entonces, no se le había vuelto a ver. Aterrada, sospechando que le habían tendido una trampa, rogó a Nicolás que regresara urgentemente a Tsarskoie Selo. Tres días más tarde, se recuperaba el cadáver de las heladas aguas del Neva.
La zarina, apenada, ordenó que fuera sepultado en una capilla a medio construir en las inmediaciones del Palacio Imperial. Aunque millares de personas se alegraron de la muerte del "mujik", besándose incluso en las calles, la desaparición del monje maldito no alivió en modo alguno la suerte de Rusia. El daño ya estaba hecho y era demasiado tarde para los zares. A finales de febrero de 1917, en Petrogrado, la situación era harto peligrosa; la tensión se debía principalmente a la escasez de alimentos y de combustible. Muchas panaderías iban a ser saqueadas, los graneros correrían la misma suerte. El Ejército se había llevado a 15 millones de hombres de las granjas; los ferrocarriles fallaban y, en un mes tan frío, mil doscientas locomotoras se helaron. Los insuficientes suministros de harina, carbón y madera quedaron reducidos a nada. El 18 de marzo, las largas colas silenciosas de gente que iba a comprar alimentos se enardecieron repentinamente. Empezaron los saqueos en tiendas y panaderías. La revolución había estallado.
Dos días más tarde, la mayor parte de los hombres de Petrogrado fueron a la huelga. La gente desfilaba por las calles con pancartas que decían "Dadnos Pan" y "Abajo la Alemana". Los ministros del emperador telegrafiaban a éste, completamente aterrados, que viajaba en su tren privado de camino a los cuarteles generales del Ejército, y le suplicaban que regresase a Petrogrado para hacerse cargo de la situación y nombrase un nuevo Gobierno aceptable para la Duma. En vez de eso, Nicolás II se negó a atender las peticiones de sus ministros y ordenó a la guarnición de Petrogrado que restableciera el orden en las calles. Sin embargo, el ejército se negó a disparar contra los amotinados y empezó a confraternizar con ellos.
El 11 de marzo, Nicolás II telegrafió ordenando la disolución de la Duma; ésta también hizo caso omiso del zar y se negó formalmente a disolverse. Al día siguiente, la Asamblea formó su propio gobierno provisional encabezado por el Príncipe Lvov, designando al social-revolucionario Aleksandr Kerenski para el puesto clave de ministro de Justicia. Pero ni siquiera ese hecho logró restablecer la calma en las calles de la capital. Horas después, se habían amotinado los soldados que, tras reunirse, marcharon anárquicamente hacia la Duma sin estar organizados y sin un claro cabecilla que les dirigiera...
Mientras, el zar seguía dando órdenes telegrafiadas desde su tren sin recibir respuestas positivas de acatamiento por parte de nadie. Había dejado de ser el Jefe de Estado de todas las Rusias y ni siquiera tuvo consciencia de ello hasta que lo apresaron en su tren, informándole que debía abdicar formalmente ante el hecho consumado de que lo habían depuesto.
Nota:
-Georgy Yevgenyevich, PRÍNCIPE LVOV (1861-1925). Descendiente de la dinastía Rurikida, procedía de la antigua Casa Principesca y Soberana de Yaroslav. Se licenció en derecho en la Universidad de Moscú. En 1905 se afilió al Partido Constitucional Democrático (liberal) y fue elegido para formar parte de la 1ª Duma.
Tras la revolución de febrero (1917), que provocó la abdicación de Nicolás II, fue el primer Presidente del Gobierno Provisional de Rusia del 23 de marzo al 21 de julio, casi cuatro meses en suma y con funciones de Jefe de Estado y de Gobierno. Su popularidad inicial acabó por degradarse al sostener la continuidad de la guerra contra Alemania y por prometer reformas sociales y políticas que incumplió o no tuvo tiempo de llevar a cabo. Sin apoyos y desprestigiado, su Ministro de Justicia Kerensky le sustituyó en el cargo.
Cuando los bolcheviques tomaron el poder, Lvov fue arrestado pero consiguió escapar y exiliarse a Francia. Murió en París en 1925

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Entre los revolucionarios de uno y otro extremo se reconoció la necesidad de crear un núcleo centralizador del movimiento de las masas, proponiéndose la creación de un Soviet. Antes de que anocheciese, la Duma y el Soviet se habían reunido en las dos alas del Palacio de Táuride, aquella vasta residencia que en otros tiempos la emperatriz Catalina II "la Grande" había regalado a su amante el Príncipe Grigori Potemkin. A los dos días, el 14 de marzo de 1917, Nicolás II abdicó la corona en su tren privado.
Rodzianko, ex-presidente de la Duma, contactó con el general Alexeiev, en los cuarteles generales del frente, para que éste sondease la opinión de los generales que ejercían mando en los distintos frentes. El veredicto de los generales fue unánime: la única esperanza de salvar la dinastía y continuar la guerra era que Nicolás II abdicase voluntariamente.
Al principio, el zar cedió la corona a su hijo Alexis; pero cuando se le indicó que ese gesto implicaba separar al zarevich de sus padres, Nicolás II reclamó otra hoja de papel para abdicar formalmente en su hermano el gran duque Miguel "Misha", que iba a convertirse en el nuevo zar Miguel IV de Rusia.
Aleksandr Fyodorovich KERENSKY (1881-1970). Nacido en Simbirsk (actual Ulianovsk desde 1924), misma localidad de la cual era natural Vladimir Ilich Ulianov alias Lenin, era hijo de un director de escuela que acabó dando clases en la Universidad Estatal de Kazan; clases en las que Lenin acudió. Aleksandr Kerensky obtuvo su diplomatura en derecho en la Universidad de San Petersburgo en 1904. Pronto mostró sus simpatías políticas al defender frecuentemente a revolucionarios anti-zaristas. Elegido diputado en la cuarta Duma de 1912, como miembro del partido de los Trudoviks (partido obrero moderado), fue un orador brillante y un hábil político que se convirtió prontamente en un miembro del Gobierno Provisional de la Duma, en calidad de socialista revolucionario y jefe de la oposición socialista al régimen de Nicolás II.
Cuando la revolución de febrero estalló en 1917, Kerensky fue uno de los cabecillas más visibles y elegido vice-presidente del Soviet de Petrogrado. Ministro de Justicia y luego de la Guerra en mayo, y finalmente Primer Ministro en julio, sucediendo así al Príncipe Georgy Lvov. Tras el fallido golpe del general zarista Kornilov en agosto, y la dimisión de los ministros, se autonombró comandante en jefe supremo.
El problema esencial de Kerensky en su puesto era que Rusia estaba agotada tras tres años de conflicto, y que el pueblo no deseaba otra cosa que la paz con Alemania. Lénin y su partido Bolchevique prometía al pueblo "pan, paz y tierra" bajo un régimen comunista, y el ejército se desintegraba, los campesinos y los obreros desertaban. La debacle era general. Pero Kerensky y otros cabecillas políticos se sentían moralmente obligados por sus compromisos con sus aliados, a seguir en pie de guerra. Su rechazo a retirar Rusia del conflicto mundial provocó su caída.
Durante el golpe del General Kornilov, Kerensky había distribuido armas a los trabajadores de Petrogrado. A principios de octubre, la mayoría de esas milicias constituidas se habían unido a los bolcheviques. Lénin estaba decidido a derrocar el Gobierno de Kerensky antes de que pudiese legitimarse por las elecciones generales previstas de la asamblea constituyente. El 7 de noviembre, organizó la primera toma de poder por una clase oprimida.
Kerensky escapó de los bolcheviques y se refugió en Pskov, dónde reunió a tropas leales para intentar retomar la capital. Su ejército tomó Tsarskoie Selo pero fue derrotada al día siguiente en Pulkovo. Kerensky vivió las siguientes semanas en la clandestinidad hasta que consiguió partir para el exilio en Francia. Durante la guerra civil rusa, no sostuvo ninguna facción, oponiéndose tanto al régimen bolchevique como al Ejército Blanco reaccionario que intentó restaurar la monarquía zarista.
Kerensky vivió en París hasta 1940, siempre activo en las querellas de los cabecillas rusos en el extranjero. Cuando los alemanes invadieron Francia, escapó a los EE.UU. Cuando los nazis atacaron la Unión Soviética, ofreció su ayuda a Stalin, pero éste nunca le respondió. Hizo emisiones radiofónicas para animar a los soviéticos en tan penosos momentos. Tras el conflicto, organizó un grupo llamado "La Unión para la Liberación de Rusia", que no dió los frutos esperados.
Kerensky se instaló en Nueva York, pero pasó la mayoría de su tiempo en el Instituto Hoover de la Universidad Stanford, en California, dónde impartió clases. Contribuyó enormemente al engrosamiento de los archivos sobre la Historia Rusa y publicó varios libros antes de fallecer en 1970, en Nueva York.

Cuando Kerensky se enteró de que Rusia seguía teniendo un zar, quedó aterrado. Puesto que Kerensky no era tan solo el Ministro de Justicia sino también el vicepresidente del Soviet, venía a ser una figura clave en el escenario del momento. El gran duque Miguel se trasladó de Gatchina a Petrogrado y fue directamente a una casa en la que se hallaba reunido el nuevo gobierno provisional. Allí, Kerensky le informó que si se comunicaba al Soviet la noticia de su subida al trono, él no podía garantizarle su seguridad. Efectivamente, lo que pudo haber sido posible un mes atrás, había sido barrido por el ardor revolucionario; la abdicación de Nicolás II llegaba demasiado tarde y el traspaso del poder imperial a su hermano parecía ya inviable. Tras una breve discusión de los por y contras, el zar Miguel IV firmó precipitadamente una declaración mecanografiada en la que anunciaba su abdicación momentánea y con reservas. El régimen de los Romanov, de momento, había tocado a su fin.
El Vía Crucis y Asesinato de la Familia Imperial.
Los dieciséis meses que siguieron al derrocamiento de la monarquía mostraron a un Nicolás y a una Alexandra nuevos y llenos de dignidad e hidalguía. Estos soberanos derrocados, dignos de compasión, estos autócratas trágicos y equivocados, que no eran conscientes ni por asomo de las impetuosas corrientes que se arremolinaban en torno a ellos, soportaron la prueba y la humillación a que fueron sometidos con dignidad y valor tan extraordinarios, que haría falta tener un corazón de hielo para dejar de admirarlo. El amor que se profesaban, su indiscutible e inquebrantable fe en Dios, les prestaba una nobleza que aún sigue resplandeciendo a través de la bruma del tiempo. Aquel monarca vacilante se convirtió en un hombre lleno de fortaleza moral en la adversidad; aquella emperatriz severa e inflexible, en una mujer compasiva.
Aunque la Familia Imperial se hallaba bajo arresto domiciliario en su residencia de Tsarskoie Selo, el Palacio Aleksandr, por disposición de Kerensky, al principio se les trató cortésmente permitiéndoles llevar una vida sin molestias aunque fuera limitada. Pero su situación se empeoró cuando los extremistas comenzaron a regresar a Rusia: primero fue Trotski y luego Lenin. En julio de 1917, un levantamiento bolchevique, que fue reprimido rápidamente por Kerensky, indujo a éste a trasladar la Familia Imperial a la ciudad de Tobolsk, en Siberia, con la idea de que estuvieran a salvo de la sed de revancha de sus enemigos. Temía, ciertamente, que la seguridad de los Romanov peligraba cuanto más cerca se encontraba de Petrogrado...
Nicolás y su familia, trasladados a Tobolsk, vivieron en retiro rigurosamente custodiados y con ciertas comodidades al ocupar la antigua residencia del ex-gobernador de la ciudad. Todavía conservaban a algunos criados y se les permitía escribir cartas al mundo exterior, como prueban las correspondencias entre Tobolsk y Crimea. Pero cuando, en noviembre de 1917, cayó el Gobierno Provisional de Kerensky y los bolcheviques se hicieron con el poder mediante la fuerza, el escenario cambió radicalmente. En un último intento de salvar a los últimos zares, los guardianes de Tobolsk decidieron trasladarlos a un sitio más seguro pero fueron interceptados por una tropa bolchevique que asumió la custodia de los ilustres prisioneros a punta de pistola.
Los nuevos guardianes, reclutados entre la juventud revolucionaria bolchevique, conducieron a la Familia Imperial a su nueva cárcel de Ekaterinburg, en los Urales. Allí, las condiciones de vida se volvieron duras y humillantes para los prisioneros: malos tratos físicos y psicológicos se sucedieron entre acosos, ofensas e insultos. "Lo extraño del carácter ruso -escribió entonces la emperatriz Alexandra- es que puede de pronto volverse malo, cruel e irracional, y luego cambiar de conducta repentinamente."
Durante los meses de abril y mayo de 1918, la Familia Imperial, acompañada por un médico y tres sirvientes, fue trasladada a la casa Ipatiev, en Ekaterinburg, en la ladera oriental de los Urales. Allí, como se sabe, soportaron todo tipo de insultos e indecencias por parte de sus guardianes. Les quitaron las puertas de los dormitorios y retretes, y se les obligó a vestirse y desnudarse y a realizar sus necesidades más íntimas delante de sus carceleros, que se reían de ellos.
Poco después de la medianoche del 17 de julio de 1918, los guardianes despertaron a Nicolás, a Alexandra, a su hijo Alexis, a sus cuatro hijas, al médico y a los tres sirvientes, y les mandaron que se vistiesen. El Ejército Blanco se estaba aproximando y había que trasladarlos inmediatamente. Fueron conducidos a una pequeña habitación del sótano de la casa, ordenándoles que esperasen allí hasta que llegasen los automóviles. Todo mentira, salvo en el avance del Ejército Blanco. No hubo automóvil alguno. En cambio, un pelotón de la Cheka, provisto de revólveres, penetró en tromba en aquella habitación de desnudas paredes dónde se hacinaban el zar, la zarina, el zarevich, las cuatro gran duquesas, el médico y los tres sirvientes. La voz cantante del pelotón avanzó unos pasos:
-"Vuestros parientes han intentado salvaros. Han fracasado, y ahora debemos fusilaros!" -"¿Qué...?" preguntó Nicolás.
Y dispararon a bocajarro contra ellos.
El asesinato fue perpetrado por orden personal del nuevo gobernante de Rusia, Vladimir Ilyich Ulianov Lenin.
En la noche del 17 al 18 de julio de 1918, Nicolás II, su esposa, sus 4 hijas e hijo, amén de sus fieles acompañantes, son despertados y llevados al sótano de la casa con un falso pretexto de que van a abandonar el lugar. Allí, y bajo las órdenes de Yurovsky, la Familia Imperial y sus sirvientes (en total 11 personas), son brutalmente tiroteadas por un pelotón de ejecución. Nicolás II, Alexandra Feodorovna, el Dr. Eugene Botkin, el chef Kharitonov y el ayudante de cámara Trupp mueren instantáneamente; no así el zarevich y sus hermanas, y la doncella Demidova, sobre quienes parece que reboten las balas.
Al pequeño zarevich malherido y agonizante, lo rematan con varios disparos a bocajarro en la cabeza; a las grandes duquesas y a la Demidova las atraviesan brutalmente con sus bayonetas repetidas veces hasta darles muerte. Luego los asesinos descubrieron atónitos que aquéllas tenían sus abrigos y ropas interiores repletas de joyas cosidas dentro de los forros, y que les había servido inesperadamente como chalecos antibalas...
Los cuerpos fueron luego apilados en un camión y llevados hasta una vieja mina abandonada. Allí los desvistieron, los rociaron con ácido sulfúrico para desfigurarles, luego con gasolina les prendieron fuego y, de manera incomprensible, sepultaron a nueve de ellos en una fosa común cavada en el camino del bosque colindante a la localidad de Yekaterinburg. Dos otros cadáveres (se ignora si fueron los del zarevich Alexis y de la gran duquesa María o Anastasia) fueron cremados y sepultados en otra fosa... En realidad los dos cuerpos que faltan: los del zarevich Alexis y de su hermana (María o Anastasia?) jamás fueron encontrados y, por tanto, técnicamente, no existe prueba alguna de que hayan muerto.
Un mes después de la masacre, un investigador y juez llamado Nikolai Sokolov, del Ejército Blanco, encontró con sus hombres los restos de dos hogueras con huesos y restos de carne humana y joyas, y consideró que había dado con lo que quedaba de la Familia Imperial y de su servidumbre, tras recoger la suficiente cantidad de testimonios que confirmasen sus sospechas. Otra versión asegura que los cuerpos no fueron encontrados... pero que los testimonios recogidos fueron suficientes para convencer a Sokolov de que la Familia Imperial había sido asesinada por los bolcheviques. No se daría con los restos hasta la década de 1970, y el secreto sería guardado hasta finales del siglo XX.

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