* Reina de España Isabel II de Borbón
Retrato de la Reina Isabel II de Borbón y su hija la infanta Isabel “la Chata”.
Isabel II de Borbón, nació en Madrid, 10 de octubre de 1830, fue Reina de España entre 1833 y 1868, tras la derogación de la Ley Sálica por medio de la Pragmática Sanción, lo que provocó la insurgencia del infante Carlos, apoyado por los grupos absolutistas (los carlistas) que ya habían intentado proclamarle rey en la agonía de Fernando VII.
Hija de Fernando VII y de su cuarta esposa, su sobrina María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, Isabel asumió el trono de España el 29 de septiembre de 1833 después de la muerte de su padre, cuando ella tenía menos de tres años de edad. Su nacimiento y posterior ascensión al trono provocó el inicio de un largo conflicto, pues su tío, Carlos María Isidro de Borbón, hasta entonces primero en la sucesión a la corona, no aceptó el que Isabel fuese nombrada primero Princesa de Asturias y luego Reina.
El mobiliario procede de los aposentos de Isabel II en el palacio real de Madrid. Fue un regalo de la ciudad de Barcelona, con motivo de su boda en 1846.
Durante los primeros años de su reinado, mientras Isabel era una niña, la regencia fue asumida por su madre hasta 1840. En ese periodo tuvo lugar la Primera Guerra Carlista (1833 – 1840). Desde 1840 y hasta 1843 fue Regente el general Espartero, que finalmente fue obligado a abandonar el cargo.
Con trece años, Isabel fue declarada mayor de edad. Cuando la Reina tenía 16 años, el Gobierno arregló un matrimonio con su primo el infante don Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz.
La boda de la Reina fue una cuestión nacional e internacional, ya que los diferentes países europeos maniobraron para que la nacionalidad del nuevo Rey no perjudicase sus alianzas e intereses. Finalmente se optó por Francisco de Asís, ya que les pareció un hombre apocado y de poco carácter, que no iba a interferir en política.
Tal y como relató a León y Castillo (embajador de España en París) durante su exilio parisino, Isabel II odiaba a su primo y marido Francisco, quien según diversos autores era bisexual u homosexual. La misma Reina comentó lo que pensó sobre Francisco de Asís en la noche de bodas: «¿Qué pensarías tú de un hombre que la noche de bodas tenía sobre su cuerpo más puntillas que yo?».
La relación de sus hijos, vivos o malogrados, y de sus probables padres la estableció así el historiador Ricardo de la Cierva:
- Varón fallecido en el parto, hijo del marqués de Bedmar.
- Varón fallecido a los cinco minutos de nacer, hijo, probablemente, del rey consorte don Francisco de Asís de Borbón.
- Infanta Isabel, conocida popularmente como la Chata, se la cree hija del comandante José Ruiz de Arana. Se casó con Cayetano de Borbón-Dos Sicilias
- Infanta María Cristina, muerta a las pocas horas, de padre desconocido.
- Un aborto avanzado, de padre no determinado.
- Un nuevo aborto, de padre no determinado.
- Alfonso, príncipe de Asturias y más tarde rey de España con el nombre de Alfonso XII, probablemente hijo del teniente de ingenieros Enrique Puig Moltó.
- Infanta María de la Concepción, muerta a los veintiún meses, hija del rey consorte.
- Infanta María del Pilar, fallecida a los 37 años, hija del político y escritor Miguel Tenorio de Castilla. Casada con Antonio de Bascarán y Reina, hijo del General José Bascarán y Federic.
- Infanta María de la Paz, hija también de Miguel Tenorio de Castilla. Casada con Luis Fernando de Baviera.
- Infanta Eulalia, hija asimismo de Miguel Tenorio de Castilla. Casada con su primo hermano Antonio de Orleans y Borbón.
- Infante Francisco de Asís Leopoldo, fallecido a los veintiún días.
Reina Isabel de niña.
Joseph Guijarro de Sutton Dudley y de Borbón, IX Conde de Clonard, asegura que el padre de Alfonso XII y de la mayoría de sus hermanos es realmente Raymundo II Sutton-Dudley de Clonard.
No se ha establecido que tuviese más descendencia durante su exilio.
La «Reina de los tristes destinos», como también ha sido llamada, se exilió en Francia en 1868, tras el triunfo de la revolución conocida como «La Gloriosa», y allí abdicó en favor de su hijo Alfonso XII el 25 de junio de 1870. Con el apoyo de varios grupos en el gobierno, Amadeo de Saboya, miembro de la familia real italiana, fue elegido su sucesor como el rey Amadeo I de España. Era hijo de Víctor Manuel II Rey de Piamonte-Cerdeña, de la Casa de Saboya, y de María Adelaida de Austria (bisnieta de Carlos II de España).
Isabel II vivió el resto de su vida en Francia, allí fue testigo de la Primera República, del reinado y muerte de su hijo Alfonso XII en 1885, y del inicio del reinado de su nieto Alfonso XIII tras la regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena. Fue enterrada en el Monasterio de El Escorial frente a su esposo, muerto en 1902, dos años antes que Isabel.
Isabel II reinó durante un período de transición en España en el que la monarquía cedió más poder político al parlamento, pero puso continuas trabas a la participación de los ciudadanos. En el terreno de la lucha por las libertades democráticas su reinado es la historia de un fracaso; es también la del falseamiento de las instituciones y la de la corrupción electoral. Ningún partido que hubiera organizado unas elecciones las perdió en ese periodo. Si hubo cambios fue por la interferencia de una casta militar que cambiaba gobiernos a base de pronunciamientos o golpes de estado de uno u otro signo.
Fácilmente manipulada por sus ministros y por la «camarilla» religiosa de la corte (el padre Claret, sor Patrocinio), la reina interfería con frecuencia en la política de la nación (en una ocasión llegó a postularse como presidenta del gobierno), lo que la hizo impopular entre los políticos y acabó por causar su final al dar paso a la Revolución de 1868. A ello contribuyeron sobre todo episodios como el de la noche de San Daniel (10 de abril de 1865): en momentos de enorme crisis económica, la reina, cuya generosidad personal está fuera de toda polémica, dispone que se enajenen bienes del real patrimonio para socorro de la nación; el líder republicano Castelar, en el artículo periodístico titulado El rasgo, declaraba que en realidad Isabel II, agobiada por las deudas, se reservaba un 25% del producto de la venta de unos bienes que, en su mayor parte, no eran suyos, sino de la nación; el gobierno ordenó la destitución y expulsión de Castelar como profesor universitario, lo que provocó asimismo la dimisión del rector de la Universidad Central; las manifestaciones estudiantiles en apoyo de los dimitidos culminaron el 10 de abril con la guardia civil veterana en la calle: 11 muertos y 193 heridos (incluyendo ancianos, mujeres y niños transeúntes).
En su época se modernizó notablemente España con el tendido de muchas líneas de ferrocarril, siendo la primera la que conectaba Mataró- Barcelona. Sin embargo, la creación de la red ferroviaria sirvió a muchos personajes de la clase dominante para enriquecerse: la madre de la reina, María Cristina, o el banquero Salamanca, por ejemplo, que no sólo obtuvo con la aquiescencia de la Corona y el Parlamento toda una serie de concesiones (129 millones de subvención en 1853–1854), sino que, al propio tiempo, vendió al gobierno la línea Madrid-Aranjuez por más de 60 millones y la volvió a recibir de éste en arrendamiento, sin licitación previa, por un millón y medio al año, que nunca llegó a pagar. La fiebre especuladora tenía poco que ver con la realidad del país. El balance de lo realizado hasta 1856 se reducía a la línea Barcelona-Mataró (1848), la de Madrid-Aranjuez (un negocio privado de Salamanca), la de Sama-Langreo (un negocio privado del marido de María Cristina) y la de Valencia-Játiva. Además, no se adoptó el ancho de vía europeo y se abandonó la adecuación de una red de caminos que facilitase el acceso a las estaciones, lo que, sumado a las elevadas tarifas del transporte ferroviario, condujo muy pronto a las pérdidas en el negocio. Se llevaron a cabo también importantes obras hidráulicas como el Canal de Isabel II, impulsado por los ministros Juan Bravo Murillo y Manuel Alonso Martínez .
Isabel II reabrió las Universidades cerradas por su padre, pero el panorama educativo de su reinado es desolador: en 1855 había en España 6.000 pueblos sin escuela, en 1858 existían sólo 53 institutos de segunda enseñanza, con unos diez mil estudiantes (cinco veces menos que en Francia, con el doble de población), y había sólo 6.104 alumnos en las diez universidades españolas (Oviedo y Salamanca tenían cien en sus cuatro facultades). Más de la mitad (3.472) estudiaba Derecho. Los equipamientos culturales eran muy pobres: en 1859 había en España 56 bibliotecas públicas, el único punto de acceso al libro de la mayoría de sus habitantes. La de Bilbao disponía sólo de 854 volúmenes impresos; la de Santander, de 610; la de Segovia, de 194; la de Huelva, de 60. Las únicas mejoras que se intentaron en la enseñanza, como las del grupo de docentes formado en torno a Sanz del Río, inspiradas en el krausismo, no fueron toleradas: la reacción neocatólica que supuso el Syllabus de Pío IX llevó al ministro Orovio (1867) a poner trabas a la libertad de cátedra y a exigir manifestaciones de adhesión a la reina que acabaron con la expulsión de la universidad de esos profesores.
La coronación de Isabel II.
Isabel II en el exilio
La industrialización se llevó a cabo en un país desarticulado, donde el desarrollo se daba sobre todo en la periferia (Cataluña, Málaga, Sevilla, Valladolid, Béjar, Alcoy) por obra de grupos de empresarios sin capacidad para influir en la actuación de unos dirigentes que no sólo no los apoyaban, sino que los veían con desconfianza. También se llevó a cabo un ambicioso proyecto de modernización de la Armada que la convirtió en la cuarta más poderosa de la época.
La política exterior del reinado de Isabel II fue especialmente agitada durante el «gobierno largo» de la Unión Liberal (1858–1863), con la anexión de territorios marroquíes en la Guerra de África, tales como Ifni y Tetuán, el reconocimiento de la posesión de la Guinea Española, la expedición y conquista de Saigón (aunque no reconocida posteriormente por los franceses, que también participaron), la breve readquisición de Santo Domingo (que volvió a separarse de España por la ineficacia de la administración) y el mantenimiento de Cuba, Filipinas, las Carolinas y las Marianas, además de hacer expediciones a México, Perú o Chile. Con la «Guerra de África», como se llamó a la respuesta armada a los ataques sufridos por las ciudades españolas de Ceuta y Melilla por parte de Marruecos, O'Donnell tranquilizó a unos jefes militares inquietos con una abundante cosecha de recompensas (ascensos, condecoraciones, títulos nobiliarios, etc.).
El ejército español estaba mal equipado y peor preparado (escasa instrucción, material defectuoso), y fue abastecido con alimentos en mal estado; de los cerca de 8.000 muertos españoles en la guerra, unos 5.000 fueron víctimas del cólera y otras enfermedades; por último, quienes dirigían las operaciones desconocían el terreno y acumularon los errores, como el de escoger la estación de lluvias y vientos como comienzo del ataque, pese a lo cual la victoria fue para las armas españolas. En la Guerra de Cochinchina, España participó en una aventura colonial ajena, aportando la carne de cañón (soldados filipinos) para que los franceses iniciaran su penetración en Indochina; en el tratado de paz, Francia obtuvo en pleno dominio y soberanía tres provincias (entre ellas Saigón), y los españoles, que aspiraban a la concesión de un puerto para el envío a Cuba de culís chinos en régimen de semiesclavitud, sólo recibieron algunos derechos comerciales menores.
Federico de Madrazo y Kuntz
Francisco de Asís, 1849
Óleo sobre lienzo, 144 xl07 cm.
Madrid, Colección Congreso de los Diputados
Retrato de más de medio cuerpo de Francisco de Asís de Borbón y Borbón, nacido en Aranjuez el 13 de mayo de 1822, hijo del infante Francisco de Paula, hermano de Fernando VII, y de la infanta Luisa Carlota de Borbón Dos Sicilias, a su vez hermana de la reina María Cristina. Se casó con Isabel II el 10 de octubre de 1846, otorgándosele ese mismo año el título de rey consorte. En este retrato de Federico de Madrazo (1815-1894) viste uniforme de gala que adorna con la banda de María Luisa y el Toisón de Oro, sosteniendo con la mano derecha el sombrero y con la izquierda la empuñadura de la espada. Prototipo de retrato oficial, formaba pareja con otro de iguales dimensiones de Isabel II.
La popularidad de Isabel II quedaba potenciada por su innata generosidad. Jamás se vio persona tan desprendida. «Fue limosnera como pocos, hasta el punto de que con sus donativos, individuales y colectivos, estuvo a punto de arruinarse varias veces. Sus ayudas a los necesitados están en muchas ocasiones marcadas por esa espontaneidad de arranques inesperados, tan suyos». Por ejemplo, cuando en uno de sus paseos, en que ella misma, sin acompañamiento, guiaba su coche, se encontró con una mendiga que le pedía una ayuda; Isabel no llevaba dinero encima. Se quitó los zapatos, y se los regaló a la mujer. Pérez de Guzmán comentó de Isabel II que «el mayor de sus dones fue la liberalidad. No conocía el valor el dinero, y para cuantos se le acercaban parecía que tenía puesto en la mano un tesoro inagotable»
En este sentido, puede que no sea exagerado afirmar que Isabel II fue la reina más popular o por lo menos más populachera de la historia de España. Por doquiera le acompañaron las aclamaciones o los piropos de su pueblo, a los que siempre supo corresponder con peculiar gracejo. Pero tampoco podemos olvidar que la reina castiza, con sus desplantes, sus vulgaridades y sus devaneos, supo también estar en su sitio con aquella «majestad imponente» que le atribuye Angelón (que llegó a conocerla y tratarla por los años cincuenta), cuando hacía falta. El cuadro de C. Porion, que presenta a la reina pasando a caballo revista a las tropas, refleja como ninguno esa «majestad imponente», capaz de poner pálido a todo un regimiento. Cambronera nos la retrata como
de porte verdaderamente regio; tenía una actitud muy agradable; había que ver a Isabel con su cabeza erguida, saludando a todos con amable y franca sonrisa . No se la podía mirar sin sentir la poderosa sugestión de sus ojos, con la naturalidad y el desenfado elegante que tan simpática la hacían, preguntando a unos, contestando a otros, volviéndose para hablar a los que tenía a sus espaldas, y llamando a cada cual por su nombre, sin vacilaciones ni dudas.
Isabel, «alumna de la libertad», como la apellidó su primer tutor, Agustín de Arguelles, no fue, con todo, una buena reina liberal: en parte por la pésima formación que recibió, sobre todo a partir de la regencia de Espartero, en parte también por su escaso interés en superar su incultura política: como que ya en su destierro confesó a Galdós que «no entendía de Constituciones y esas cosas». No fue liberal, entre otros motivos porque no sabía muy bien qué era el liberalismo; pero respetó las instituciones de su tiempo, impuso su criterio a los políticos mucho menos de lo que se ha venido creyendo; casi nunca dejó de obrar políticamente por consejos recibidos (aunque no supo discernir su habilidad: «unos me aconsejaban una cosa, otros otra», explicó al propio Galdós). La única vez que nombró un ministerio por propia decisión —facultad que le concedía la Constitución— el gabinete duró diecisiete horas. No puede decirse que Isabel II fuese estrictamente «una reina de profundas ideas liberales»; tampoco que fuese antiliberal: sí que profesó un amor entrañable a su pueblo, y que se sentía, quizás más que ninguna otra cosa, «madre de los españoles», a los que llamaba con frecuencia «mis hijos»; y como tal fue correspondida cordialmente por ellos, y muy en especial —tampoco es una casualidad— por aquellos que tampoco entendían mucho de política. Fue «liberal» en el otro sentido de la palabra, el de esa «liberalidad» que le acaba de atribuir Pérez de Guzmán, abierta, generosa, espontánea y sin trabas. Sí está mucho más claro que fue una reina romántica. Lloró, que sepamos, más que ninguna otra de nuestra historia. No sólo en casos explicables, como cuando se le impuso el matrimonio con su primo don Francisco de Asís, a quien aborrecía, o cuando el gobierno progresista le obligó a firmar, contra su conciencia, la ley de desamortización de los bienes eclesiásticos, a la que se resistió en escenas desgarradoras en una sesión que duró un día y una noche (4-5 de febrero de 1855); sino cuando conoció la conquista de Tetuán por las tropas españolas; cuando la locomotora de observación, durante uno de sus viajes, atropello a varias personas en la estación de Daimiel; cuando Prim, propuesto por ella para formar gobierno, con el fin de evitar la secesión de los progresistas, rechazó de plano el ofrecimiento; o cuando, ya desterrada, cayó a los pies de Pío IX. Isabel llora con frecuencia; romántica y sensiblera en todos sentidos, ríe también con mucha frecuencia. Como todos los románticos, fue una excelente pianista, aunque consta que sus maestros —entre ellos Arrieta— reprendieron su tendencia a pisar el pedal de forte con más ímpetu del que exigía el matiz de la frase. En lo referente a la música, fue también, y sobre todo, una magnífica soprano: al punto de que cabe conjeturar de que hubiera tenido más condiciones de soprano dramática que de reina. Gustaba de las arias de coloratura, en que podía expresar toda su sensibilidad. Durante un viaje a Asturias, cenó en casa de unos amigos, en que había un piano. Se organizó una velada improvisada, en la que Isabel cantó, una tras otra, sus más sentidas arias, hasta altas horas de la noche. Un gran gentío se arremolinó en la calle para escuchar aquella voz espléndida y expresiva. Al final aplaudió con calor. Nadie supo hasta el día siguiente que la extraordinaria cantante era la reina.
No hace falta decir que fue una mujer enamoradiza. Se prendaba de hombres altos y fuertes, casi siempre militares: quién sabe —apuntémoslo prudentemente— justo por reunir los caracteres de que escaseaba su marido. Sus casquivanerías sobrepasaron las reglas de la mesura, y apenas parece preciso recordarlo en este punto: aunque resulte necesario también recordar otras dos cosas: que fue obligada a casarse con un hombre afeminado que, temperamentalmente, era todo lo contrario a ella, y a quien le resultaba muy difícil soportar; y que muchos de aquellos amores fueron platónicos o exagerados por las hablillas. También es cierto que hubo hombres enamorados locamente de Isabel, con los que la reina no coqueteó jamás.
Isabel II, en suma, dio color a una época, una época con muchos defectos, como la propia reina también los tuvo, pero con encanto, con sabor castizo y con alegría de vivir. Hoy tiende a revalorizarse, o por lo menos a comprenderse históricamente esa época, y esa comprensión tiende a alcanzar, aunque atenuadamente, porque las versiones consagradas son difícilmente desarraigables, a la propia Isabel II, que supo entrañarse con su pueblo y fue especialmente amada por él. Es cierto que fue destronada. Pero aún están por estudiar a fondo los mecanismos de ese destronamiento. Hubo errores, por supuesto, lo mismo por parte de los políticos que por parte de la propia Isabel, y esos errores no pueden silenciarse. Pero también es cierto que la reina intentó una y otra vez congraciarse con los progresistas, y fueron éstos quienes no la perdonaron. Todavía en abril de 1866, trató de negociar con sus adversarios a espaldas del gobierno, para tratar de evitar lo que ya entonces parecía inevitable. Sus emisarios conferenciaron con Ruiz Zorrilla y Cantero, y se llegó a un principio de acuerdo. O'Donnell se enteró de las negociaciones y las hizo fracasar. Y es que ya por entonces «O'Donnell aparentaba estar hipnotizado por el espectro de la revolución, y era incapaz de hacer nada más que aguardar a que se materializase».
Con todo, la revolución pudo haber fracasado, como fracasaron desde 1866 todas las anteriores intentonas. La batalla de Alcolea estaba ganada por el marqués de Novaliches, cuando el general fue herido en la boca. Su lugarteniente, Paredes, menos entusiasta de la causa, o menos decidido a jugarse el todo por el todo, «ordenó la retirada justo cuando mejor le cantaban las cosas». Conocida la derrota militar, y después de dramáticas vacilaciones, Isabel II decidió abandonar España. «Creía tener más raíces en este país», cuentan que dijo al salir para el exilio. Puede que las tuviera, y que aún entonces las siguiera teniendo. Cuando su viaje de Madrid a Lequeitio, pueblos enteros salían a la carretera para aclamar a su reina, lo mismo que en cualquiera de sus anteriores viajes. Incluso en el momento de subir al tren que se la llevaba, centenares de personas lloraban. Pero los tiempos eran otros. Isabel II, destronada a los 38 años, viviría otros 36 —¡la mitad de su vida!— en el destierro, casi en el anonimato, con resignada actitud, sin el menor afán de protagonismo. Y es que su época había pasado. Con o sin Isabel II, había caducado la era isabelina. Otros hombres, otras ideas, otras costumbres, otra forma de entender la vida —decididamente ya no romántica— asomaba por entonces al panorama de la historia.
Fuente estampada con motivo de las bodas reales, ca. 1846
Loza estampada en sepia, 30,5 x 40 cm.
Madrid, Museo Romántico Fuente de perfil octogonal, con decoración vegetal en el ala y escena central estampada en rojo sepia. En ella se representan las bodas de la reina Isabel II y Francisco de Asís, y la de la hermana de ésta, Luisa Fernanda, con el duque de Montpensier, celebradas en la Basílica de Atocha en 1846.
Fue llevada a cabo en la manufactura inglesa de Wedgwood, seguramente en torno a 1850. La técnica de la cerámica inglesa estampada se popularizó rápidamente por toda Europa, debido a su bajo coste y a sus novedades en la textura de los materiales y en el diseño. Ya no era necesario llevar a cabo la ilustración y decoración mediante la pintura a mano, sino que ésta se llevaba a cabo mediante la estampación de un grabado (en este caso una estampa dibujada por T. Guerín y grabada a buril por Alphonse Charles Masson), lo que facilitaba enormemente su elaboración.
Abanico conmemorativo de la boda real, 1846
Hueso tallado y pintado, cromolitografía pintada,-26,5 cm
Madrid, Museo de la Fundación Lázaro Galdiano. Abanico de fabricación española realizado para conmemorar el enlace de la reina Isabel II con su primo don Francisco de Asís. Responde a una estética plenamente romántica, encuadrándose dentro del tipo denominado «abanicos isabelinos».
El varillaje está realizado en hueso tallado, calado, pintado en oro y plata, presentando sus padrones o guías sendos espejos. El país, de papel, es una litografía pintada que presenta en la parte central de su anverso a la pareja real flanqueada por Hércules y Minerva como símbolos de la Fuerza y el Valor de la monarquía española, acompañados por los escudos de las distintas provincias de España junto a dos angelotes que portan el cuerno de la abundancia y ramas de laurel. En el reverso, las iniciales de Isabel y Francisco, motivo central de una bella guirnalda de flores sostenida por putti.
El país era de mayor tamaño y fue recortado para una mejor adaptación al varillaje, aspecto frecuente en abanicos conmemorativos, pues se elaboraban en gran número y se iban adaptando a diversos tipos de varillaje.
José Roldan
Su Majestad la reina Isabel II en el acto de besar la mano al pobre más antiguo del hospital de la Caridad de Sevilla, ca. 1864
Óleo sobre lienzo, 63 x 83 cm
Sevilla, Hermandad de la Santa Caridad La reina Isabel II aparece en el interior del histórico hospital de la Caridad de Sevilla, en el momento de inclinarse para besar la mano de un enfermo al cual ayudan a incorporarse y a ofrecerle su mano. Entre los personajes que acompañan a la reina destacan los duques de Montpensier, el padre Antonio María Claret, su confesor, y el entonces arzobispo de Sevilla don Luis de la Lastra y Cuesta.
Roldan (1808-1871) aprovecha este retrato colectivo para recrearse en la descripción de los atuendos, encajes y uniformes. Fue presentado en la Exposición Nacional de 1864.
Retrato de Isabel II y Francisco de Asis.
1 comentarios:
Hermoso blog las fotos somplemente bellas felicidades por traernos a conocimiento esta hermosa reina bendiciones
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